Lo más lindo que tenía era su vocación cristiana. Heredó su
amor por Dios de sus padres, dos católicos muy devotos, criados en el camino de
la fé y la esperanza de la resurrección. No eran línea opus ni de la
liberación. Eran más bien de una línea pastoral de mucho servicio, de mucha
abnegación hacia la comunidad.
“Solo Dios” era la frase que siempre repetía y que
acompañaba al lirio del escudo del Colegio Inmaculada Concepción, escuela a la
que toda la familia concurrió, prácticamente, su único hogar, a donde profesaba
el deber de servir.
Quizá no lo veía como deber: el amor a Dios era tan inmenso
que no encontraba otro camino que no fuera el de la hospitalidad y la ayuda a
los más pobres. Esa fue la enseñanza de la fundadora, la hermana Emilia, su
modelo a seguir.
Desde ya que había cumplido con los sacramentos disponibles
y se había iniciado como catequista de niños de jardín. Aprendió a tocar la
guitarra para acompañar las canciones de misa y enseñarle a los más pequeños la
fundamental, la que daría sentido a todo: Esta es la luz de Cristo. Se
emocionaba cuando llegaba el momento de caminar con el cirio por el costado de
los bancos, mientras los chiquitines cargaban las canastitas con la limosna de
los feligreses.
Su vida estaba ahí. Pensaba en la próxima misión a Santiago
del Estero, en Boquerón los esperaban todos los años. Iban con el grupo del
colegio que tan prolijamente organizaba. Juntaban ropa, alimentos, materiales y
los pesos que pudieran y se iban unos días a misionar. Pasaban los meses
previos fuera de hora yendo a buscar donaciones que guardaban en un galpón. Juntaban
artículos de librería, porque, además, organizaban juegos para los chicos y
siempre un mensaje lindo para llevar la Palabra.
Por fin llegó la fecha y allí estaban todos en la puerta del
colegio, su rostro exultaba de emoción, ese año sentía que iba a ser distinto.
Cargaron el micro, se abrazaron con los que quedaban y partieron a Santiago, al
ritmo de “Dios estás aquí”, otras menos conocidas y la infaltable “Dulce
Doncella”.
Cuando arribaron a Boquerón, notaron que el pueblito rústico
que conocían estaba minado de afiches, pintadas…todo muy raro. Fue despertando
a sus compañeros, desayunaron algo arriba del micro y pararon frente a la parroquia.
Se veía rara, como si algo le faltaba. En efecto, faltaba el padre Ramón y
nadie le había avisado. Entró hasta la sacristía y golpeó la puerta. Muy
desmejorada, Rosita abrió y no quiso contestarle a dónde estaba el padre. Sólo
atinó a decirle que en un ratito llegaba el curita nuevo, uno que no se parecía
en nada a Ramón. Le dijo que le cuente y Rosita no quiso hablar y le dijo que
fuera a ver a los Méndez.
-
¿Y esos quiénes son?
-
Son los que van a recibir las donaciones
Levantó una ceja, le besó las manos y le dijo que se
alegraba de verla. Ella le acarició la cara y le dijo: “andá con cuidado y no
hagás lío”
No había llegado a salir de la parroquia cuando divisó un
movimiento extraño cerca del micro y que el tono de voz de sus compañeros y
choferes era otro.
Ahí estaban los Méndez y el curita nuevo. Se acercó para ver
qué pasaba y notó que el ambiente estaba tenso e indagó: querían que
descargaran todo ahí, que no se preocuparan, que ellos después se encargaban.
Sintió que algo no estaba bien. Se persignó y para adentro le pidió perdón a
Dios por prejuzgar al sacerdote y a sus amigos. Ante la insistencia, dio la directiva de que ayudaran a
descargar y se irían a instalar en la escuela que les hacía de albergue. La
escuela también estaba distinta: había menos cruces y más fotos de otra gente.
No sabía que había pasado, pero algo no estaba bien y no
podía preguntar mucho. Trató de hablar con Tono y con Maribel y no largaron
prenda. Los chicos armaban actividades recreativas y cantaban. ¿El curita? No
aparecía. Extrañó mucho a Ramón. Lo extrañó tanto, que intentó llamarlo, pero
su número no existía.
Sintió que, aunque fueran más de dos hablando de Dios, Él no
estaba ahí. Rezó todas las noches pidiéndole que le diera un motivo para no
dejar ese esfuerzo de años. Cada día allí, algo se apagaba. Su fe se desvanecía
ante cada actitud sospechosa, ante cada mirada esquiva de los vecinos que otros
años los esperaban felices.
El día del regreso, fue a saludar a Rosita y le imploró que
le contara qué pasaba. Rosita le apretó las manos y le dijo con la voz quebrada:
“Diosito se olvidó de nosotros”. Se
dieron un beso, un hasta siempre y un que Dios te bendiga. Y esa fue la última
vez que volvió a nombrarlo.
1 comentario:
"Diosito se olvidó de nosotros". Una frase. Todo un universo. Muy bueno.
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