25 de agosto de 2021

La misión

 

Lo más lindo que tenía era su vocación cristiana. Heredó su amor por Dios de sus padres, dos católicos muy devotos, criados en el camino de la fé y la esperanza de la resurrección. No eran línea opus ni de la liberación. Eran más bien de una línea pastoral de mucho servicio, de mucha abnegación hacia la comunidad.

“Solo Dios” era la frase que siempre repetía y que acompañaba al lirio del escudo del Colegio Inmaculada Concepción, escuela a la que toda la familia concurrió, prácticamente, su único hogar, a donde profesaba el deber de servir.

Quizá no lo veía como deber: el amor a Dios era tan inmenso que no encontraba otro camino que no fuera el de la hospitalidad y la ayuda a los más pobres. Esa fue la enseñanza de la fundadora, la hermana Emilia, su modelo a seguir.

Desde ya que había cumplido con los sacramentos disponibles y se había iniciado como catequista de niños de jardín. Aprendió a tocar la guitarra para acompañar las canciones de misa y enseñarle a los más pequeños la fundamental, la que daría sentido a todo: Esta es la luz de Cristo. Se emocionaba cuando llegaba el momento de caminar con el cirio por el costado de los bancos, mientras los chiquitines cargaban las canastitas con la limosna de los feligreses.

Su vida estaba ahí. Pensaba en la próxima misión a Santiago del Estero, en Boquerón los esperaban todos los años. Iban con el grupo del colegio que tan prolijamente organizaba. Juntaban ropa, alimentos, materiales y los pesos que pudieran y se iban unos días a misionar. Pasaban los meses previos fuera de hora yendo a buscar donaciones que guardaban en un galpón. Juntaban artículos de librería, porque, además, organizaban juegos para los chicos y siempre un mensaje lindo para llevar la Palabra.

Por fin llegó la fecha y allí estaban todos en la puerta del colegio, su rostro exultaba de emoción, ese año sentía que iba a ser distinto. Cargaron el micro, se abrazaron con los que quedaban y partieron a Santiago, al ritmo de “Dios estás aquí”, otras menos conocidas y la infaltable “Dulce Doncella”.

Cuando arribaron a Boquerón, notaron que el pueblito rústico que conocían estaba minado de afiches, pintadas…todo muy raro. Fue despertando a sus compañeros, desayunaron algo arriba del micro y pararon frente a la parroquia. Se veía rara, como si algo le faltaba. En efecto, faltaba el padre Ramón y nadie le había avisado. Entró hasta la sacristía y golpeó la puerta. Muy desmejorada, Rosita abrió y no quiso contestarle a dónde estaba el padre. Sólo atinó a decirle que en un ratito llegaba el curita nuevo, uno que no se parecía en nada a Ramón. Le dijo que le cuente y Rosita no quiso hablar y le dijo que fuera a ver a los Méndez.

-          ¿Y esos quiénes son?

-          Son los que van a recibir las donaciones

Levantó una ceja, le besó las manos y le dijo que se alegraba de verla. Ella le acarició la cara y le dijo: “andá con cuidado y no hagás lío”

No había llegado a salir de la parroquia cuando divisó un movimiento extraño cerca del micro y que el tono de voz de sus compañeros y choferes era otro.

Ahí estaban los Méndez y el curita nuevo. Se acercó para ver qué pasaba y notó que el ambiente estaba tenso e indagó: querían que descargaran todo ahí, que no se preocuparan, que ellos después se encargaban. Sintió que algo no estaba bien. Se persignó y para adentro le pidió perdón a Dios por prejuzgar al sacerdote y a sus amigos.      Ante la insistencia, dio la directiva de que ayudaran a descargar y se irían a instalar en la escuela que les hacía de albergue. La escuela también estaba distinta: había menos cruces y más fotos de otra gente.

No sabía que había pasado, pero algo no estaba bien y no podía preguntar mucho. Trató de hablar con Tono y con Maribel y no largaron prenda. Los chicos armaban actividades recreativas y cantaban. ¿El curita? No aparecía. Extrañó mucho a Ramón. Lo extrañó tanto, que intentó llamarlo, pero su número no existía.

Sintió que, aunque fueran más de dos hablando de Dios, Él no estaba ahí. Rezó todas las noches pidiéndole que le diera un motivo para no dejar ese esfuerzo de años. Cada día allí, algo se apagaba. Su fe se desvanecía ante cada actitud sospechosa, ante cada mirada esquiva de los vecinos que otros años los esperaban felices.

El día del regreso, fue a saludar a Rosita y le imploró que le contara qué pasaba. Rosita le apretó las manos y le dijo con la voz quebrada: “Diosito se olvidó de nosotros”.  Se dieron un beso, un hasta siempre y un que Dios te bendiga. Y esa fue la última vez que volvió a nombrarlo.

1 comentario:

Liliana Machicote dijo...

"Diosito se olvidó de nosotros". Una frase. Todo un universo. Muy bueno.