Este Día del Niño me gustaría poder regalarle a esos chicuelos que esperan en hogares de tránsito (provisorio-permanente) una familia. Una familia de la forma que sea, pero un grupo donde puedan sentirse amados, deseados, contenidos y con pertenencia.
Pienso en todas esas caritas que están en lugares caídos en el olvido. Alguien los dejó allí -por los motivos que fueran-, olvidados por primera vez. En esos lugares, el Estado sólo interviene como contenedor de gente sin rumbo. Hay gente que labura a pulmón, para que esos chicos sean personas, con una identidad. Porque entre los Derechos Humanos y los del Niño el de la identidad se nos está yendo por alguna alcantarilla. Y hay muchas parejas dispuestas a darles un lugar en sus casas, pero no como aves de paso. Un lugar para siempre, un lugar en sus vidas. Y sendos deseos van por la misma ruta, pero no llegan a cruzarse porque las leyes son lentas. Y no es que esté mal que los "postulantes a padres/madres" tengan que cumplir ciertos requisitos, porque es real que la adopción debe ser algo minucioso y a los "postulantes a hijo" hay que asegurarles un ambiente sano y que no se haga una adopción con otros fines, como la prostitución infantil. Pero me parece cruel, muy cruel, que de un lado haya parejas "aprobadas" y, del otro, niños en espera y que no se realicen los trámites pertinentes para satisfacer la necesidad de familia de ambas partes.
Porque es lindo saberse hijo o hija de alguien. Porque prefiero mil y una veces quejarme de mis viejos que no tenerlos. Porque nos construimos como personas, individuos, habitantes de un territorio, en el seno de una familia. Allí es donde está nuestro pequeño primer lugar de pertenencia. El apellido nos brindará un linaje, pero en el vínculo está nuestra pertenencia. Porque las familias, ahora, son de diferentes maneras. Y no importa cual sea la composición, lo importante es tener a alguien a quien llamemos y elijamos como familia. Y pertenecemos en el amor, en las circunstancias diarias, en la elección de seguir siendo familiar de. Conociendo algunos casos -mas o menos cercanos, depende- la adopción es un proceso traumático para quienes, por diversos motivos, deciden realizarla. Y más traumático es estar en una eterna lista de espera, porque en la espera, desesperan y los años van pasando, para las parejas y para los chicos. Y porque los chicos, a medida que crecen, van perdiendo algo así como su "condición de adoptabilidad", debido a que, generalmente, muchos llegan buscando bebés o pequeños de no más de 3 años para iniciarlos en la escolaridad. Y van pasando sus años ahí, esperando, con la ñata contra el vidrio. Y a los 18, chau, que te vaya bien y salí a la calle. Literalmente...¿a donde van a ir que no sea a la calle?
Ojalá algún legislador le diera importancia a esto que pasa. Porque festejé y festejo la Ley de Fertilización Asistida, pero festejaría mucho si se modificara la reglamentación de la Ley de Adopciones. Una modificación que sea para bien, que evite el comercio de niños en el Norte y Noreste del país, a donde muchos acuden, en el deseo irrefrenable de maternidad y paternidad, a buscar un changuito que les haga de hijo. Donde familias en paupérrimas condiciones, agarran 2 mangos y los dejan ir con un par de extraños, pensando en que van a estar mejor. ¿Y si se los llevan para otra cosa? Chi lo sa.
Es difícil, muy difícil. Porque hoy les podemos mandar un juguete, hacerles una merienda, regalarles ropa, pero no les podemos dar una casa y una familia, entonces me resulta complicado decirles "Feliz Día del Niño".
Bienvenidos a un espacio de reflexiones personales sobre lo que pasa un poco más allá de mis ojos
18 de agosto de 2013
13 de marzo de 2013
Pertenecer tiene sus beneficios
En el principio no había nada
Fue un martes o miércoles previo al Día de la madre de 1995
cuando me subieron a un remís y me llevaron a la casa de la pediatra porque
tenía un extraño dolor de panza y dificultad para respirar. La médica no tardó
en detectar que no era un cuadro “común” y decidió mandarme a internar al
hospital de San Clemente. Mis recuerdos a partir de ese momento son muy vagos
y, de golpe, me encontré en una ambulancia con mi papá y otra persona rumbo a
La Plata.
Me desperté en la terapia intensiva de la Clínica del Niño
porque era el único lugar especializado que atendía por IOMA. A menos de 300 km
quedaron mi mamá con mis 5 hermanos más chicos –el menor de 4 meses- sin un peso. Literalmente. Los últimos 10 que
quedaban, se los había llevado mi viejo por si necesitaba algo.
De lejos, escuchaba que hablaban de la “nena diabética” sin
saber que se referían a esa piltrafa que estaba en la camilla y recibía
inyecciones a cada rato sin mucha idea de qué se trataba.
Así los días, me sacaron de la UTI y pasé a una habitación
común. Con unos pesos prestados, mi mamá había venido con el bebé de la casa a
estar conmigo y mi papá se volvió a buscar a mis hermanos que quedaron en casa
de una conocida.
Nunca es buen momento para enfermarse de diabetes, mucho
menos, cuando la situación económica apremia. Pero había que empezar a
modificar la dieta: el yogur ahora debía ser light, chau azúcar al mate cocido,
etc etc. En una casa donde todos debíamos comer lo mismo y no había lugar para
menúes ejecutivos, entró en juego la comida “para María”. Había que incorporar
más verdura y se complicó el tema de andar comiendo todas las harinas que
contenía la caja que venía de la Unidad Básica. Complicado, pero no imposible.
De la Clínica del Niño me enviaron a atenderme al Hospital
Sor María Ludovica de La Plata, también. Lamentablemente, en La Costa, no había
servicio de diabetes. La alternativa más cercana era esa o Mar del Plata. Y
había que ir, más o menos, cada 4 meses al médico. Y, como siempre, sin un
peso. Viajé de diversas maneras: con un pase que otorgaba el hospital, por
intermedio del Servicio Social, que daba pasajes para paciente 1 un acompañante
e incluía boletos de colectivos en la ciudad de las diagonales; otras veces,
fui en un micro municipal que era una especie de escolar todo roto, desde cuyos
agujeros se veía el asfalto de la ruta y que el conductor calefaccionaba con
una pantalla que salía de una garrafa; con un chofer municipal…así desde los 10
a los 16 años cuando me dieron el alta de ahí. Cuando había algún mango, pagaba
boletos.
Gracias al trabajo municipal de mi papá, tenía obra social,
por lo tanto, los medicamentos necesarios (insulina y tiras reactivas) no los
tenía que abonar. ¡Y menos mal! Porque son insumos realmente caros.
El Hospital de Niños me dio la posibilidad de participar en
un Campamento para niños con diabetes. Allí aprendí muchísimas cosas, sobre
todo, a sentir que no era diferente a nadie. Y aprendí a
convivir con ella. Tal es así, que a los 14 empecé a devolver lo que había
recibido, ayudando en la educación diabetológica de otros pares. De 8 a 13
años, de distintos lugares, pero todos –como es el slogan de la Federación
Internacional de Diabetes- “unidos por la diabetes”.
En el Campamento conocí realidades cercanas y realidades
lejanas. Había quienes eran de clase media y había
otros chicos que venían de zonas más marginales y que sus padres los enviaban
para que tuvieran, una vez en su vida, la posibilidad de vivir 7 días en un
mundo “posible”.
Allí estaba, si mal no recuerdo su nombre, Antonio. Él venía
de Carlos Spegazzini. En ese entonces, yo ni sabía qué lugar era y siempre
entendí que era de “pegasini”. Antonio vivía
en una casa muy modesta, con otros hermanos. En su casa plantaban papas para
que el pudiera comer hidratos. Como el hospital donde se atendía le quedaba
lejos, a veces no le alcanzaba la provisión, entonces, rebajaba la insulina con
agua. El razonamiento era lógico: le ampliaba el volumen para “estirarla”. Lo
que no sabía, es que la echaba a perder haciendo eso. Esta historia, debe tener unos 10 años o más.
La recuerdo como si fuera ayer.
También conocí a Nelson, que venía de Varela o Berazategui.
Pronunciaba las “S” como “C” porque tenía un problema de frenillos. Esa era la
explicación. Su papá no sabía leer. Pero hacía todo lo posible para que su hijo
aprendiera a manejar la diabetes de manera tal que pudiera desenvolverse.
La mayoría de los chicos que recibimos a lo largo de los
años eran como yo: venían del Ludovica y muchos, con serias dificultades
económicas. Más de uno se ha llevado los alimentos no perecederos que no se
habían consumido. Recuerdo cuando, a los 12 años, en la playa de Aguas Verdes,
Mariela –mi queridísima amiga- me dijo que esa era su primera vez frente al
mar. Para mí, que lo tenía a 3 cuadras de mi casa, era imposible de creer. Pero
Mariela no fue la única que no conocía las olas. La emoción de unos cuantos
purretes que pisaban la arena de la playa por primera vez, es inexplicable. ¡Cuantos
chicos ví pasar! Y cuántos espero seguir viendo…
No tan sólo cosas de
chicos…
Y así como ví niños, conocí a adultos que corren por conseguir
sus insulinas o sus tiras al menor precio posible (una caja de 50 sale,
promedio, $250. Un diabético tipo 1 debiera utilizar, mínimo 3 cajas = $750 por
mes) porque, quizá, en el hospital no tienen para darles o la obra social se
resiste a cumplir con el Plan Médico Obligatorio y la Ley del diabético. Y una
caja de insulina cuesta unos mil pesos. Quizá menos. Pero un “tratamiento
básico” –haciendo de cuenta que eso existe en el mundo de la Mellitus- ronda
los 2mil pesos por mes. O más, claro. Sin contar que, cada 3 meses, hay que
hacerse análisis de laboratorio, 1 vez al año hay que hacerse un fondo de ojos
y otros estudios. Y, eso sí, contando con que hablo de un paciente que no tiene
complicaciones como retinopatía (inconvenientes en la vista), nefropatía (disfunciones
renales) o neuropatía ( complicaciones en el sistema nervioso periférico).
Somos personas caras, más no millonarias.
Le costamos mucha plata a las obras sociales o al Estado. Pero
más caros les salimos si nuestro tratamiento es deficiente.
Del materialismo
histórico a la oligarquía diabética
Hay muchas, muchas personas con diabetes en nuestro país. De
todas las edades, los credos y no hay una prevalencia por el sexo: nos
conocemos por la diabetes y no por otros ámbitos sociales en los que nos
movemos. Es tan ridículo escuchar que la diabetes es una enfermedad de gente de
clase alta porque “come más y son más sedentarios” que no me queda otra que
contestar que:
- Muchísima gente de clase baja tiene sobrepeso. Y no porque coma “mejor” sino porque se alimenta con lo que hay. No tiene la chance (o el alcance) de elegir una ensalada de rúcula y parmesano en una linda mesita de Plaza Serrano.
- Muchísima gente de clase baja es sedentaria. Bah, sedentaria. No tiene tiempo para ir a correr a los bosques de Palermo . quizá esa gente trabajó muchas horas al día y esa es toda su actividad física.
- Muchísima gente, siquiera sabe que es una glucemia. O que son los hidratos de carbono. Y no tienen porqué saberlo, hasta que les toca. La ignorancia sobre algún tema –hoy quedó más a la vista que nunca- no es propia de una clase social. La ignorancia es ignorancia. Al igual que la soberbia.
- Muchísima gente tiene diabetes y no lo sabe. Y no porque no le interese saber que tiene diabetes. Quizá no tiene acceso a un plan de atención primaria de la salud. Quizá, no tenga tiempo “para perder” yendo a una salita a esperar a que la atiendan.
- Muchísima gente tiene diabetes y está “hospitalizada”, es decir, se atiende en el sistema público de salud y recibe medicación bajo programas como el Plan Médico de Cabecera (GCBA) o PRODIABA (Pcia de Bs. As). De todos eso, muchos apenas consiguen hacer su tratamiento con lo que les dan.
- Otros pacientes, que corresponden al ámbito municipal, hace lo que puede. Tal es el caso del Hospital de Monte Grande. Allí asiste una población de muy bajos recursos que, gracias a un programa de alfabetización hecho en conjunto entre los médicos del servicio y una escuela de la zona, reciben instrucción para poder tener acceso a un mejor tratamiento de su enfermedad. Empezaron a aprender cosas nuevas a través de la diabetes.
Y podría seguir escribiendo líneas interminables, pero lo
cierto es que es una pandemia, tal cual lo expresó la OMS ya hace unos años. Y llevo, literalmente, la
mitad de mi vida luchando no contra la diabetes sino contra la ignorancia.
Educando a pacientes pero, por sobre todo, a los que nos ven a los diabéticos
como “pobrecitos”. Pero jamás pensé que iba a tener que explicarle a una
mandataria que las enfermedades crónicas no son una cuestión de clase.
24 de febrero de 2013
El saco roto de la Justicia
Y es así, la vida de un obrero es así,
la vida en un barrio es así
y pocos son los que van a zafar.
Y es así, aprendiendo a ser felices así,
la vida del obrero es así
y pocos son los que van a zafar.
la vida en un barrio es así
y pocos son los que van a zafar.
Y es así, aprendiendo a ser felices así,
la vida del obrero es así
y pocos son los que van a zafar.
(Cristian “Pity” Alvarez-Homero)
A las 8.40, aproximadamente, del 22 de febrero de 2012,
entre mate y mate, leí por Twitter que había chocado un tren Sarmiento. Como
quien no quiere la cosa, y al pasar, lo comenté en la oficina. “Hubo un
accidente de trenes” fue mi expresión y la de mis compañeras, en respuesta fue “oh…”.
Pero yo tiré un poco más de agua a la yerba con yuyos y seguí leyendo mails,
como todos los días.
No me asombró, tristemente, el accidente. Hacía no mucho,
había chocado un colectivo 92 con otro tren. Y un año atrás, un tren de la
línea Mitre, había descarrilado en la zona de Palermo. Lamentablemente, naturalizamos viajar mal y
que los accidentes no nos sorprendan es un síntoma de una grave enfermedad que
padecemos hace mucho: el acostumbramiento a la corrupción. Nos acostumbramos a
que nos metan la mano en el bolsillo en el nombre de obras que nunca llegan y,
para colmo de males, nos acostumbramos al “me quejo para no quedarme con la
bronca, porque sé que todo cae en saco roto”. Depende de cual sea el saco, está
roto. El saco de los empresarios, sindicalistas y políticos que negocian a
costa nuestra, siempre está sano y lleno: de
plata, de impunidad… el nuestro, el saco de los que laburamos y viajamos
en transporte público en pésimo estado, siempre está roto y vacío: vacío de esperanzas,
vacío de fuerza para protestar…
Pasaban las horas del día del fatídico “accidente” y se
sumaban víctimas fatales y heridos por todos lados. Las imágenes que llegaban
eran escalofriantes. Cuando alcancé a medir la magnitud de la tragedia, empecé
a repasar si tenía conocidos viajando en el tren. Por suerte (o, quizá, por
falta de necesidad) ningún amigo andaba por ahí ese día. Sentí la ligera
tranquilidad de decir que no me afectó directamente. Pero el “directamente” es
una manera de decir. Como ciudadana y pasajera frecuente del tren empecé a
sentir que no estaba –ni estoy- exenta de pasar por una situación como tal. Lo
que más me mortifica del caso es que sé que,
parafraseando a Serrat, ni el sistema te respalda y ahí tenés las
respuestas más brillantes que he escuchado en mi vida…
De golpe, la culpa es de nosotros, los usuarios. Por querer
bajar rápido. Y, claro, la responsabilidad no es de la empresa, que da un servicio
por demás insuficiente, que siempre llega demorado y ni qué hablar del estado
de los vagones, las vías, las señales, etc.
Entonces, la culpa es nuestra por querer llegar a horario al trabajo.
Porque a algunos le descuentan presentismo por llegar 5-10 minutos tarde y los
papelitos que te dan en el tren, que certifican la demora, pasan al tacho de la
basura. Al saco roto de la injusticia. ¡Pero qué ingratos somos! Porque nos
quejamos de viajar mal al trabajo sin pensar en eso: que estamos yendo a
trabajar porque, gracias a este gobierno, hay más laburo. Claramente, estamos
en condiciones de morir por trabajar y debiéramos agradecer tener la
posibilidad de perder la vida por eso y no por estar de vagos en casa. ¿Cómo se
nos ocurrió, luego de la tragedia, reprochar algo asi? No tenemos cara, ni
vergüenza. Qué malos trabajadores.
Seguido del reclamo de un transporte público decente, los
indulgentes familiares de víctimas y los sobrevivientes, exigen que el gobierno no los ignore. Que los
escuchen, que los ayuden. No hay que ser un astro de la psicología para saber
que, a veces, alguien necesita, simplemente, que lo escuchemos. Ese alguien, no
necesita, quizá, grandes cosas. Escuchar
y no ignorar no es tanto. Aunque para este gobierno, que se llena la boca
hablando del “amor” y en contra del “odio”, parece que es una misión imposible de
llevar a cabo. En un acto de hidalguía y como respuesta al pedido de mejoras en el tren, le quitaron la
concesión a un grupo mafioso y se lo dieron a otro. Y no sólo eso, empezó una reforma de fondo,
una revolución en el transporte público: pintaron y refaccionaron estaciones y
pusieron pantallas que avisan cuando viene el próximo tren. Nunca me sentí más
lejos del famoso “primer mundo” que en este momento. Me siento en medio de una
gran corte medieval, en la que nosotros somos los bufones y ellos se ríen de
nosotros a carcajadas. ¿En qué momento nosotros, como pasajeros expresamos que necesitábamos
tener las estaciones con olor a pintura fresca? Y, si bien nos quejamos de que
nunca sabemos cuándo llegará el próximo tren, no necesitamos unas pantallas que
nos indiquen eso: basta y sobra con que funcione a horario.
A las claras vemos como nuestros funcionarios están en lo
último de nuestras necesidades como ciudadanos y como pasajeros. Como
laburantes.
Pero, “así es la vida, a veces hay alegrías y a veces no”. A
veces, te alegrás porque viene el destartalado Mitre con aire acondicionado. A
veces, te ponés triste porque te informan que cancelaron el que va a Coghlan y
tenés, mínimo, 40 minutos de demora. Y tan
triste puede ser la vida, que vos despedís a un ser querido diciéndole que a la
tarde nos vemos o que nos vamos a cenar a lo de una tía y, de golpe, prendés la
tele y ves el desastre. Y llamás a un celular que no contesta. Tu vida cambia
rotundamente y, a un día de cumplirse el aniversario de ese momento, te dicen
que esperes como las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, unos 35 años para
recibir justicia.
Si, la justicia, cuando hay que juzgar a las altas esferas,
tarda en llegar. Pero una cosa son los delitos que pertenecieron al terrorismo
de Estado y otros los que corresponden a la democracia, por acción, omisión y
corrupción en la que, casualmente, nuestros gobernantes se ven envueltos,
aunque traten de deslindar responsabilidades del caso.-
NdR: la imagen corresponde al N° 274 de la Revista Barcelona.
28 de enero de 2013
Del "roban pero hacen" al "en el norte están peor"
Recuerdo de pequeña (y de no tan pequeña) escuchar el famoso
lema “roba pero hace”, cuando alguien hablaba de algún político.
Como me enseñaron que robar está mal, siempre me resultó una
frase muy chocante. No me entraba en mi pequeña cabeza como alguien podía
pensar en que, si al menos hacían, no había drama con que robaran.
¿Qué decir? De adulta me topé con una amiga militante que me
dijo que la política es así. Otros que me dijeron que soy muy idealista, pero
no entiendo porqué no puedo pretender que alguien haga política desde un lado
servicial. Shame on me, pienso.
Tendría que avergonzarme por ser tan naif.
De a poco nos vamos malacostumbrando a ver cómo nos mienten
o nos pasean por cantidades de números y porcentajes que van desde la mentira
hasta lo irrisorio.
Tal es así que entre esos números, últimamente, nos aparece
la frase de que el “primer mundo” se está cayendo y que nosotros debemos
agradecer que estamos regios. O no tan regios, pero pensemos que en el otro
culo del mundo están peor. Los adictos a este relato oficial, que pretende que
los que no comulgamos nos compremos el discurso en 50 cuotas y en pesos, creen
que es un buen argumento decir: “Mirá a los gallegos,
tanto que nos dijeron sudacas y ahora
están viniéndose”. Bueno, primeramente, eso es una falacia. Los españoles no
están viniéndose, sino muchos argentinos que huyeron entre 1999 y 2003. Luego,
diré que la crisis y el ajuste allá existen, pero eso no nos hace menos vulnerables.
A fin de 2011 nos dijeron que estábamos blindados. ¡La pucha, qué palabra! Por
poco me tiro al suelo de risa, pero antes me invadió la indignación que me duró
justito para cuando, a principios del 2012, las cadenas nacionales empezaron a
tener un tinte heroico al mostrarnos como el junco que se dobla pero siempre
sigue en pie. Hablar de lo que pasa afuera y no de lo que pasa adentro no
resiste análisis psicológico ni de Bucay. O sea, estamos festejando que no se
nos cayó (entre comillas) la crisis por la cabeza. Otra cosa a la que me
resisto. No me gusta que establezcamos comparaciones hacia abajo. Porque
compararse en esa dirección es no querer superarse, es decir: “otros están peor”
¿y? ¿de qué nos sirve saber que otros están
peor cuando tenemos todo para estar mejor?
No me lo banco. Es consuelo de tontos. Es conformismo. Es
aceptar el discurso oficial que nos vende mentiras en cada mensaje. Un gobierno
que se dice peronista, nos pide a los trabajadores que no reclamemos mejores sueldos. Promulga una ley que beneficia a los
empleadores, la inflación se fagocita nuestros ajustes salariales –que nos los
quieren vender como aumentos, como si nos dieran un premio cual perro al que le
festejás la gracia-, nos maltrata públicamente al reírse de quienes viajan en “el
subte de Macri” al anunciar un aumento del 17% del Mínimo No Imponible del
impuesto a las ganancias. Nos castiga con ese impuesto de la era de los ’90,
como el IVA. ¡Pero en España también hay IVA! ¿Te das cuenta? Ellos están peor,
mucho peor. Tienen un Metro súper ordenado en Madrid, pero ellos están
realmente peor. Tienen mucha desocupación y nosotros, según el INDEC, el 6.9%. ¡Qué
desagradecidos! ¿Y el trabajo precarizado? De eso no se habla.
Pero en Europa están peor. ¿Vos viste como está Obama
tratando de contener la crisis yanqui? Nuestra salud pública da pena, pero en
Estados Unidos si no tenés seguro no te atiende nadie. Aaahhh, nuestra
compulsiva manera de insistir en que somos los mejores, los más resistentes,
sufridos pero luchadores…por eso no nos podemos andar quejando, porque antes
estábamos pior. Nunca podemos querer
estar un poco mejor y más tranquilos porque antes la pasamos mal.
Bueno, me voy a agradecerle a EL por habernos dado pan y
trabajo. Y menos mal, porque en el Norte no tendría ni una cosa ni la otra.
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