23 de agosto de 2020

Con permisito, dijo Monchito

 

El caso de Solange se hizo visible por los pedidos desesperados de su padre en las redes sociales pero, seamos realistas, ¿cuántos se nos pasan de largo, simplemente, porque es algo inabarcable?

No estamos frente a una pandemia única en la historia del mundo. Ni estamos frente a una pandemia única en los tiempos de internet. Ni estamos frente a una pandemia que arrasa con todo. Estamos frente a una pandemia como otras pandemias que ocurrieron en la historia de la humanidad y que, incluso, las anteriores fueron más letales por ausencia de conocimientos médicos o desarrollo científico al respecto. A diferencia de la Peste Negra, no sólo mueren en soledad quiénes padecen esta enfermedad, sino que también lo hacen quiénes no la padecen.

Nuestros gobernantes y encargados del sistema de salud entraron en un estado de locura que sí es único en nuestros tiempos. Ni en lo que gustan llamar como “los años más oscuros de nuestra historia” la gente tenía prohibido ver a un familiar muriente. Y aunque parezca exagerada la comparación, creo que es adecuada.

Gobernantes, personal de salud y fanáticos varios se han arrogado la capacidad de darnos el permiso para morir acompañados o no. El decreto 260/20 es una aberración ya no en términos jurídicos sino humanitarios. Tenemos que pedir permiso para circular hasta de a pie dentro de la ciudad, por ejemplo. Pero no sería tanto el problema acá sino entre las personas que tienen que ingresar de un municipio a otro o de una provincia a la otra.

Muchos días antes de que lo de Solange tomara estado público, se habían viralizado otras historias de gente intentando llegar a otras provincias o ciudades para ir a consultas médicas. De terror. Se la pasaron diciendo que nos están cuidando y no podemos llegar al médico sin demorarnos quién sabe cuánto en un retén policial. Parece increíble, pero es real. Estamos frente a un estado que ya no es más de derecho sino policial y a merced de lo que los sheriffs locales decidan. Un ejemplo mediático fue el de Goldie Legrand:  Mirtha, que ya pasa los 90 años, no pudo ir a despedirla cuando falleció. ¿Qué más le podés quitar a una nonagenaria que está aislada de su familia? Y así como el de ella, hay muchísimos ejemplos muy tristes de gente que contó que se despidió de familiares al ingresarlos a las clínicas. Mucho más cruel que en la época de la peste bubónica, porque entonces no se sabían muchas cosas al respecto ni existían las medidas preventivas. Y hay un factor que empeora la situación y es el aval de la gente que acusa falta de pericia a la hora de moverse para acompañar a un familiar. Con poco tacto y cero tino, la médica mediática Mariana Lestelle contó que ella contactó a gente con poder para facilitarles a otros permisos para ver a familiares en otros lugares. Interesante. La ley, nuevamente, no es pareja para todos. Por otro lado, ¿hay ley?

Asimismo, la abogada con pergaminos traídos de Yale, Natalia Volosín, salió a decir que deberíamos regular esto. Que cómo podía ser que no reguláramos las visitas a familiares. Hermoso. Ahora necesitamos regular un acto normal como acompañar a nuestros enfermos, despedirnos de ellos, lo que sea que vayamos a hacer. Para redoblar la apuesta, el actor Raul Rizzo dijo que la chica podía ver al padre por whatsapp.

Definitivamente, el problema es que estamos en manos de siniestros que han decidido que debemos pedirles permiso para todo, incluido el de morir acompañados.

Cuando salió la ley Justina, un sector salió a decir, con mucho criterio, que el Estado no podía decidir sobre nuestros cuerpos aun cuando ya no tenemos decisión sobre ellos. Y muchos se enojaron y dijeron que era por el bien común, que las listas de eterna espera del INCUCAI lo requerían, etc, etc. Traigo esto a colación, porque hay un hilo conductor que nos acompaña como sociedad y es la de tender a regular actividades que son personalísimas y que responden a los valores de cada uno como individuo. Lo mismo con el intento de obligar a cada convaleciente de Covid a donar plasma. La justificación de los que acordaban era por la necesidad imperiosa de tener plasma para curar enfermos y “porque estamos en pandemia”. Por ahí, pocos reparan en esto, pero primero una ley toma nuestros tejidos después de muertos y otra, avala la toma casi compulsiva de nuestro tejido sanguíneo, in vivo -NdR: esta es una redundancia necesaria-. ¿Y qué tiene que ver esto con responder al pedido de una persona de ver a su padre antes de morirse? A que eso también corresponde a la salud pública. En nombre de la salud pública, del bien común, de la pandemia y de las necesidades, el Estado avanza lentamente sobre nuestros cuerpos, sobre nuestras decisiones. Darle un buen morir a los pacientes también es salud pública, pero de eso no se habla y todo se confunde porque hay una línea -que parece una asociación caprichosa- pero va hacia el punto de regular cada una de nuestras pequeñas acciones cotidianas con el fin de cuidarnos. Estos discursos son extremadamente peligrosos porque calan profundo en los asustados, en los que no quieren morir, en los que tienen a un familiar enfermo. Hay una delgada línea entre lo que está bien hacer por cuidar la salud pública y lo que está cada día restringiéndonos más, por un supuesto estado de excepción que no se termina nunca ni parece terminar. Estamos a poco de pedir permiso para morir pero en soledad, porque aun no está regulada la compañía.