Era lógico que ahí terminara sus días. Alguien que supo
brillar, reír y hacer reír, fue perdiéndose en el frenesí de la solemnidad. No
se había dado cuenta, porque todo empezó de a poco, lentamente. Tan sutil fue
todo que nadie se dio cuenta hasta que la situación se convirtió en
irreversible.
En su juventud supo formar parte de grupos teatrales disruptivos.
El teatro era su vida, sin dudas. Las performances incomodaban a madres,
abuelas, cualquier persona cercana a la moral y buenas costumbres. En una de
esas actuaciones que hoy serían algo cercano a un flashmob, con un grupo de personas
se subieron a un vagón de subte de la línea A, luciendo ropa de los años 30,
pero maquillados como zombies. Subían y bajaban en las estaciones y preguntaban
si no paraban en Pasco Sur o Alberti Norte. Eso era lo menos escandaloso. Más a
la noche, en los varietés, se desnudaban y emulaban orgías mezcladas con
sonidos de la selva o de bocinazos de tránsito, todo dependía del ánimo y de
las ganas de improvisar.
Un poco más adelante, su veta humorística empezó a despuntar
y los personajes que caricaturizaban estereotipos le salían increíblemente
bien. Muchas veces, iban a ver a “La Bichi”, una supuesta travesti que se
autodenominaba lesbiana y tenía disforia de todo. Un poco guarra, pero con
gracia, ese personaje creció en esos antros del under y tenía cierta aceptación
en el mundillo teatral.
Más tarde consiguió unos bolos en tele. Había que comer,
claro. Ojo: seleccionaba los papeles. A pesar de la malaria, tenía una imagen
que cuidar. El gran salto fue cuando le pidieron que hiciera un reemplazo y,
como pasa muchas veces, la suplencia termina siendo permanente. La escalada ascendente
fue enorme. Ganó premios, fue tapa de revista, vivió escándalos mediáticos, todo.
Pero su público le perdonaba cada uno de sus desmanes porque siempre les sacaba
una sonrisa. Hasta ahí, todo lo esperable para cualquier artista que hace una
carrera meteórica. El problema empezó después.
Una tarde, saliendo de su casa, se encontró con una persona
que le hizo toda una disquisición sobre “La Bichi”: que no nos representa, que
nos estereotipa, que la gente piensa que somos locas, que nos peleamos con la
policía…una lista interminable de reclamos. Le dijo que no estaba haciéndola,
que no sabía a qué venía todo eso, pero se quedó pensando, mientras caminaba,
si todo ese reclamo no tenía algo de asidero. Al poco tiempo, con un show de despedida
en un teatro no muy oneroso, pero lleno de gente, “La Bichi” se jubiló. Fin de
una era.
Pasaron los años y el mundo había empezado a cambiar y sintió
que muchos de sus personajes no estaban bien, al contrario: estaban mal. Pésimo.
¿Cómo podía ser que la gente se riera con ellos? Llenos de lugares comunes,
clasismo, machismo y todos los -ismos que pudieran ocurrírsele a cualquiera.
Los fue sacando de las tablas de a uno por vez y, si los dejaba, los personajes
ya no eran tan divertidos y sus mensajes eran cada vez más politizados.
En algunas entrevistas comentó que todo eso que había hecho
estaba mal, que se disculpaba si alguien se había sentido ofendido o burlado.
Estaba mal, pero ahora ya eso no iba más, ahora iba a hacer las cosas bien. Lo
que no divisó, cuando todo empezó a ocurrir, es que su modo de vestir había
cambiado: lentamente fue dejando atrás el glamour y el brillo. Eligió colores sobrios.
Su pelo luciría canas, porque el cuerpo real es esto que envejece y no toda la
parafernalia estética y vacía. Cada vez que un personaje desaparecía, algo se
modificaba y se desvanecía un poco más entre el tumulto de asistentes en una
marcha oportuna.
Optó por recluirse en aquella quinta familiar a la que ya
nadie iba, porque era lejos y había que ponerle mucha plata para que fuera un
lugar habitable. Dijo que no le importaba y que así iba a estar bien. No actuó
más porque encontró un montón de excusas para no volver a hacerlo. Sin habérselo
propuesto, había dejado el teatro. Era la muerte en vida.