En unas horas se cumplen 5 años desde que mi abuela se
apagó. A decir verdad, se había apagado un tiempo antes, pero terminó de
dejarnos la madrugada del 2 de agosto de 2014.
Una se pone egoísta y quiere a los viejos siempre al lado.
La realidad es que mi abuela era la columna vertebral de la familia. Pero no
era de esas abuelas tradicionales ni tampoco era una excéntrica, simplemente,
no era la abuela que tejía ni que te leía cuentos y creo que ni siquiera nos
llevaba a la plaza. Es cierto que tuvo que ver que crecimos lejos de ella y
quizá fue eso lo que la impidió de hacer algunas cosas.
María Esther nació en el seno de una familia típica de
inmigrantes italianos: comerciantes, buscavidas y semi analfabetos, que
vinieron a Argentina a prosperar. Como era la más chica de 3 mujeres y como era
deber en la época, la apodaron Beba.
Beba fue la única de las tres que no sólo terminó el
colegio, sino que estudió para ser profesora nacional de Educación Física.
Estaba llena de anécdotas de “Instituto”, como le decía ella. Para algunos, la
historia de mi abuela podría ser lo que despectivamente llaman meritocracia y,
para mí, es una historia de superación y de crecimiento, con mucho apoyo de sus
padres, que por algo habían llegado a estas tierras.
“Mi madre me daba 1 peso y yo con eso viajaba en el tranvía,
tomaba un colectivo, me iba al campo de deportes, me compraba una porción de
pizza con Chocha Alegre y nos íbamos a cursar a otro lado para luego volver a
la noche. A veces, pateábamos y nos ahorrábamos un colectivo para tener un
mango más. A la noche, me tocaba limpiar y me lavaba el único uniforme que
tenía, a la mañana lo planchaba antes de salir…” y así era la vida de ella de
estudiante, que no dejaba las tareas de la casa, asignada en la división
familiar a la limpieza del hogar, ya que Ñata, su hermana mayor, era la que
cocinaba.
La vida siguió su curso y se recibió y luego se casó con mi abuelo,
tuvo a mi tío y luego a mi mamá y trabajaba de profesora, pero la guita no
alcanzaba mucho y vio en el diario que la DGI convocaba a un concurso para
nuevos ingresantes. Mi abuela era egresada de un Liceo, docente…¿qué tendría
que ver con eso? Casi nada. Sin embargo, estudió mucho, muchísimo e ingresó.
Trabajó y trabajó en los peores y un poco mejores períodos
de la economía del país. Hizo operativos en otras ciudades, horas extras, tuvo
grupos a cargo, hizo carrera. Mi abuela era una mujer con mucho sentido de la
justicia y el deber y, al final, era un gran sabueso. No era de agrupamiento
profesional, pero actuaba como tal. Allí, que ya no era Beba, sino María, tuvo
la posibilidad de crecer económicamente pero sin perder el eje. Tampoco es que
se hizo rica, ya que su único bien fue el departamento de 3 ambientes que
habitó en Belgrano –o Colegiales, nunca sabremos bien- entre 1969 y el 2/8/14.
Ni hizo viajes exuberantes por el mundo, más que ir a visitar a su hermana a
Estados Unidos y a conocer Italia, la tierra de sus padres. Amaba, por sobre
cualquier lugar, ir a Mar del Plata. Una o dos veces al año, fuera invierno o
verano, llamaba al hotel sindical y se reservaba una cama e iba.
Supongo, producto de las carencias de la infancia,
desarrolló cierta adicción a la compra de
ropa. Mi abuela salía y siempre volvía con una bolsita. Tenía placares
llenos de ropa de cuando trabajaba, aun cuando se había jubilado en el 89. Si salíamos
a pasear y había algo que ella veía lindo, te lo compraba. Era todo risas hasta
que te hacía probar esas cosas imponibles y ella te decía que te quedaba regio
o estupendo y casi que te obligaba a llevarlo. Con los años, aprendí a decirle
que mejor no, que quizá prefería otra cosa. Pero a “la vieja” le gustaba empilchar
bien. Y tan bien, que varias de las prendas que ella tenía, las usamos las
demás mujeres de la familia. Porque, además, Beba era muy canchera y jamás le
embocaban con su edad. Beba se encremaba sistemáticamente después de bañarse y
no salía a la calle sin ponerse base o algo. “estoy hecha un escracho, así no
puedo estar” y se iba a la peluquería, porque era muy coqueta.
Tal es así, que cuando su primer bisnieto (mi sobrino
Benjamín) cumplió 1 año, en el festejo la miró a mi hermana y le dijo casi
ofuscada: “mirá, estoy vestida de vieja”. 88 años tenía. Y si, me río mientras
redacto, pero tenía razón: llevaba puesta la ropa que podía porque por sus
problemas de salud se le complicaba ponerse algunas cosas.
Para mi abuela el slogan “si es caro es mejor” casi que era
ley y en su alacena no ibas a encontrar menos que primeras marcas y todo lo que
ponía en la mesa era de calidad. No te pichuleaba nada ni con los más íntimos. En
su casa siempre había “un mendrugo por si vienen los beduinos” y había que ir
corriendo a La Argentina a comprar medio de milonguitas bien cocidas si no
quedaba pan. Para ella, sin pan no había comida. De vez en cuando decía que el
cuerpo le pedía alcohol y se abría una lata de cerveza. La comida, en su casa,
bien a lo tano, era importantísima. El domingo hacía el estofado más rico que
uno pudiera comer. El orden era: la carne estofada con ensalada, luego los
ravioles, luego el postre y luego el café. Hacía eso para 3, 4 o los que
quisieran ir. Convocaba siempre en su casa, un poco fue mi casa, y allí íbamos
cayendo los nietos, porque Moldes 1435 era el centro de todo y difícil no pasar
por ahí.
La vieja era muy generosa. No te escatimaba con nada. Nos vistió,
alimentó y dio casa a casi todos. Nos apoyó en cuanto proyecto tuviéramos. Siempre
íbamos a encontrar en su departamento un lugar a donde estar. Extraño mirar por
el balcón que daba al pulmón de la manzana o por la ventana de la que fue el
cuarto de mi vieja, mis hermanos y luego mio. Me detenía a mirar pasar el tren
desde esa ventana, algo que hice el día que fui a despedirme de la casa antes
de la venta. Ese día, con la casa sin las bibliotecas llenas de libros, los
placares vacíos y las paredes sin los cuadros, lloré viendo como un ciclo en la
vida iba cerrándose.
No hay día que no piense en ella ni que no espere su
llamado. Los martes y los jueves, espero a que me llame para quejarse de Elena,
una señora muy simpática que trabajaba en su casa, con la que se peleaban en
español y ruso y ninguna se entendía. Entonces yo le decía que le dijera a
Elena que no fuera más. Pero ella encontraba la excusa para justificarse que
mejor no, que Elena era buena y que no iba a echarla. También extraño ir a
jugar al Scrabble y que me ganara. O llamarla y decirle que pasaba. O ni
siquiera eso: compraba algo rico y subía, porque la llave la tuve hasta último
momento. Extraño levantarme y encontrarla sentada frente a las páginas inmensas
de La Nación, el mate y alguna tostada al lado y que me empezara a comentar lo
que iba leyendo y yo simulaba interés y charlábamos un rato. Extraño cuando
delirábamos con Soy Gitano y discutir de cosas estériles, propias de una señora
mayor y una nieta apenas adulta. Extraño los “como te va,
María/Mariucha/Marieta” y pedirle que dejara de gastar fortunas en lo de
Carmelo y que ella dijera: es que me queda cómodo comprarle.
Extraño las charlas eternas, en cualquier momento. Hablábamos
muchísimo incluso, de los temas tabú de la familia. La vieja, con los años, fue
soltando las cosas que le jodían y fue muy sano. Y también reconoció sus
errores, mucho no me importan ahora. Mi abuela fue partícipe de tantas cosas,
que siempre agradeceré haberla tenido conmigo por 29 años, aunque me siga
pareciendo poco y amarrete por parte de la vida. Y la voy a extrañar siempre,
pero la recuerdo como la gran abuela que fue y con eso me alcanza.