1 de agosto de 2019

Para Beba, la mejor abuela


En unas horas se cumplen 5 años desde que mi abuela se apagó. A decir verdad, se había apagado un tiempo antes, pero terminó de dejarnos la madrugada del 2 de agosto de 2014.
Una se pone egoísta y quiere a los viejos siempre al lado. La realidad es que mi abuela era la columna vertebral de la familia. Pero no era de esas abuelas tradicionales ni tampoco era una excéntrica, simplemente, no era la abuela que tejía ni que te leía cuentos y creo que ni siquiera nos llevaba a la plaza. Es cierto que tuvo que ver que crecimos lejos de ella y quizá fue eso lo que la impidió de hacer algunas cosas.
María Esther nació en el seno de una familia típica de inmigrantes italianos: comerciantes, buscavidas y semi analfabetos, que vinieron a Argentina a prosperar. Como era la más chica de 3 mujeres y como era deber en la época, la apodaron Beba.
Beba fue la única de las tres que no sólo terminó el colegio, sino que estudió para ser profesora nacional de Educación Física. Estaba llena de anécdotas de “Instituto”, como le decía ella. Para algunos, la historia de mi abuela podría ser lo que despectivamente llaman meritocracia y, para mí, es una historia de superación y de crecimiento, con mucho apoyo de sus padres, que por algo habían llegado a estas tierras.
“Mi madre me daba 1 peso y yo con eso viajaba en el tranvía, tomaba un colectivo, me iba al campo de deportes, me compraba una porción de pizza con Chocha Alegre y nos íbamos a cursar a otro lado para luego volver a la noche. A veces, pateábamos y nos ahorrábamos un colectivo para tener un mango más. A la noche, me tocaba limpiar y me lavaba el único uniforme que tenía, a la mañana lo planchaba antes de salir…” y así era la vida de ella de estudiante, que no dejaba las tareas de la casa, asignada en la división familiar a la limpieza del hogar, ya que Ñata, su hermana mayor, era la que cocinaba.
La vida siguió su curso y se recibió y luego se casó con mi abuelo, tuvo a mi tío y luego a mi mamá y trabajaba de profesora, pero la guita no alcanzaba mucho y vio en el diario que la DGI convocaba a un concurso para nuevos ingresantes. Mi abuela era egresada de un Liceo, docente…¿qué tendría que ver con eso? Casi nada. Sin embargo, estudió mucho, muchísimo e ingresó.
Trabajó y trabajó en los peores y un poco mejores períodos de la economía del país. Hizo operativos en otras ciudades, horas extras, tuvo grupos a cargo, hizo carrera. Mi abuela era una mujer con mucho sentido de la justicia y el deber y, al final, era un gran sabueso. No era de agrupamiento profesional, pero actuaba como tal. Allí, que ya no era Beba, sino María, tuvo la posibilidad de crecer económicamente pero sin perder el eje. Tampoco es que se hizo rica, ya que su único bien fue el departamento de 3 ambientes que habitó en Belgrano –o Colegiales, nunca sabremos bien- entre 1969 y el 2/8/14. Ni hizo viajes exuberantes por el mundo, más que ir a visitar a su hermana a Estados Unidos y a conocer Italia, la tierra de sus padres. Amaba, por sobre cualquier lugar, ir a Mar del Plata. Una o dos veces al año, fuera invierno o verano, llamaba al hotel sindical y se reservaba una cama e iba.
Supongo, producto de las carencias de la infancia, desarrolló cierta adicción a la compra de  ropa. Mi abuela salía y siempre volvía con una bolsita. Tenía placares llenos de ropa de cuando trabajaba, aun cuando se había jubilado en el 89. Si salíamos a pasear y había algo que ella veía lindo, te lo compraba. Era todo risas hasta que te hacía probar esas cosas imponibles y ella te decía que te quedaba regio o estupendo y casi que te obligaba a llevarlo. Con los años, aprendí a decirle que mejor no, que quizá prefería otra cosa. Pero a “la vieja” le gustaba empilchar bien. Y tan bien, que varias de las prendas que ella tenía, las usamos las demás mujeres de la familia. Porque, además, Beba era muy canchera y jamás le embocaban con su edad. Beba se encremaba sistemáticamente después de bañarse y no salía a la calle sin ponerse base o algo. “estoy hecha un escracho, así no puedo estar” y se iba a la peluquería, porque era muy coqueta.
Tal es así, que cuando su primer bisnieto (mi sobrino Benjamín) cumplió 1 año, en el festejo la miró a mi hermana y le dijo casi ofuscada: “mirá, estoy vestida de vieja”. 88 años tenía. Y si, me río mientras redacto, pero tenía razón: llevaba puesta la ropa que podía porque por sus problemas de salud se le complicaba ponerse algunas cosas.
Para mi abuela el slogan “si es caro es mejor” casi que era ley y en su alacena no ibas a encontrar menos que primeras marcas y todo lo que ponía en la mesa era de calidad. No te pichuleaba nada ni con los más íntimos. En su casa siempre había “un mendrugo por si vienen los beduinos” y había que ir corriendo a La Argentina a comprar medio de milonguitas bien cocidas si no quedaba pan. Para ella, sin pan no había comida. De vez en cuando decía que el cuerpo le pedía alcohol y se abría una lata de cerveza. La comida, en su casa, bien a lo tano, era importantísima. El domingo hacía el estofado más rico que uno pudiera comer. El orden era: la carne estofada con ensalada, luego los ravioles, luego el postre y luego el café. Hacía eso para 3, 4 o los que quisieran ir. Convocaba siempre en su casa, un poco fue mi casa, y allí íbamos cayendo los nietos, porque Moldes 1435 era el centro de todo y difícil no pasar por ahí.
La vieja era muy generosa. No te escatimaba con nada. Nos vistió, alimentó y dio casa a casi todos. Nos apoyó en cuanto proyecto tuviéramos. Siempre íbamos a encontrar en su departamento un lugar a donde estar. Extraño mirar por el balcón que daba al pulmón de la manzana o por la ventana de la que fue el cuarto de mi vieja, mis hermanos y luego mio. Me detenía a mirar pasar el tren desde esa ventana, algo que hice el día que fui a despedirme de la casa antes de la venta. Ese día, con la casa sin las bibliotecas llenas de libros, los placares vacíos y las paredes sin los cuadros, lloré viendo como un ciclo en la vida iba cerrándose.
No hay día que no piense en ella ni que no espere su llamado. Los martes y los jueves, espero a que me llame para quejarse de Elena, una señora muy simpática que trabajaba en su casa, con la que se peleaban en español y ruso y ninguna se entendía. Entonces yo le decía que le dijera a Elena que no fuera más. Pero ella encontraba la excusa para justificarse que mejor no, que Elena era buena y que no iba a echarla. También extraño ir a jugar al Scrabble y que me ganara. O llamarla y decirle que pasaba. O ni siquiera eso: compraba algo rico y subía, porque la llave la tuve hasta último momento. Extraño levantarme y encontrarla sentada frente a las páginas inmensas de La Nación, el mate y alguna tostada al lado y que me empezara a comentar lo que iba leyendo y yo simulaba interés y charlábamos un rato. Extraño cuando delirábamos con Soy Gitano y discutir de cosas estériles, propias de una señora mayor y una nieta apenas adulta. Extraño los “como te va, María/Mariucha/Marieta” y pedirle que dejara de gastar fortunas en lo de Carmelo y que ella dijera: es que me queda cómodo comprarle.
Extraño las charlas eternas, en cualquier momento. Hablábamos muchísimo incluso, de los temas tabú de la familia. La vieja, con los años, fue soltando las cosas que le jodían y fue muy sano. Y también reconoció sus errores, mucho no me importan ahora. Mi abuela fue partícipe de tantas cosas, que siempre agradeceré haberla tenido conmigo por 29 años, aunque me siga pareciendo poco y amarrete por parte de la vida. Y la voy a extrañar siempre, pero la recuerdo como la gran abuela que fue y con eso me alcanza.