7 de noviembre de 2021

Me engañaste, me mentiste: la vacuna Sinopharm, la credibilidad y los niños como víctimas del sistema

 

Aun me resulta increíble que haya gente enojada o sorprendida con la ministra de Salud y todo el escándalo de las vacunas. En realidad, no es ella sola, sino que esto amerita una discusión seria, un pedido de investigación y un juicio, realmente, procesando a todos los responsables, desde el Presidente hasta el último encargado de hace acuerdos con los gobiernos de Rusia y China.

A veces creo que no estamos dimensionando (y lo digo en general, no buscando alguno que diga “yo esto lo advertí”) el experimento al que nos expuso el gobierno nacional frente a la vacunación contra el Covid-19.

Desde que los diferentes laboratorios empezaron a sacar al mercado sus vacunas en Fase 3 estoy consternada. Pero mis niveles de preocupación varían conforme la seriedad de los estudios presentados y de los resultados. Casualmente, nunca vimos reportes serios de las vacunas rusas y chinas porque no los hay. Y aunque esto es algo que ya sepamos hace meses, parece que no caló lo suficiente como para evitar que se acepte vacunar a niños de 3-11 años con la Sinopharm.

Nadie que levantara la mínima sospecha sobre los manejos espurios de las autoridades escapó a ser llamado “antivacunas” sin distinguir, correctamente, qué es un anti-vacunas y qué es cuestionar que se inocule un producto flojísimo de papeles (y en el sentido literal de la expresión) a un porcentaje de la población y, encima, al más vulnerable: el que no tiene la chance de elegir por sus propios medios.

En primer lugar, los anti-vacunas son anti-ciencia: reniegan de la evidencia científica, recaban datos de sitios de dudosa procedencia y alientan a que vacunas como la de la rubéola o el sarampión no se den más. El resultado de eso son rebrotes de enfermedades con altas tasas de letalidad y de morbilidad. Para llegar a esas vacunas, se estudió años, se probó, se hacen trazados epidemiológicos. Cuestionar la vacuna contra el Covid no es otra cosa que hacer un ejercicio del paradigma del conocimiento científico que todos conocemos: no hay verdades absolutas y el conocimiento se construye con nuevas hipótesis o estudios que dan lugar a nuevos descubrimientos. Hasta ahora, no tenemos evidencia suficiente que demuestra que las vacunas Sinopharm sean aptas para niños ni que sean siquiera efectivas en adultos. Pero, como repetimos mucho últimamente: siga, siga, todo pelota.

El escándalo acá, no es sólo una cuestión política: es un atentado contra las normas de la bioética y de investigación clínica. Hay deudas que ya han sido saldadas, o parecían estarlo, con el código de Nürenberg y la Declaración de Helsinki. En ambos se establecen los protocolos, las “reglas” de la investigación clínica y sienta las bases que evitan las pruebas en humanos que puedan ser dañinas y no probadas ni consentidas. Violando estos tratados internacionales a los que la Argentina adhiere, el gobierno nacional y los gobiernos provinciales aceptaron vacunar a niños con un producto que no sólo no está en fase 3, sino que tampoco se inoculó en los niños chinos, tal como aseguró la ministra de salud. Si ni el propio país de origen lo aplicó en su población, ¿por qué habríamos de tener un dejo de confianza?

Y acá surge otra cuestión y disculpen si me caigo en el lodo: la confianza. La ciencia no es una cuestión de fe, sino de pruebas. Lo más cercano a la fe que tiene es que se basa en el ver para creer, aunque en este caso sería ver para confiar. No tenemos que creer en los científicos, tenemos que confiar. Porque la creencia puede o no ser racional, puede tener que ver con un patrón emocional del momento, con algo a lo cual aferrarnos en tiempos aciagos. La confianza se genera, se cultiva, se estimula y, por último, se gana: ¿por qué siempre decimos que es importante tener una buena relación, por ejemplo, con nuestros médicos? Porque basados en la confianza, podemos tomar decisiones o, incluso, dejarlos que las tomen por nosotros cuando no nos sentimos capacitados para hacerlo.

El gobierno nacional y todo un colectivo de científicos militantes decidieron dejar a la ciencia en un acto religioso, cuyo ritual de consagración es ir con barbijo a darse una vacuna y, como si fuera un bautismo o comunión, sacar la debida foto con la estampita que acredita. A poco estuvo la gente de hacer tortas y eventos para celebrar la 1ra vacunación y luego la segunda, como la comunión. Me parece inadmisible. En un país como el nuestro, con un calendario de vacunación extensísimo para niños y adultos, que hablen de la campaña de vacunación más grande y un montón de confetti para la ocasión, es una falta de respeto, sobre todo, porque en 2020 bajó la cantidad de vacunas de calendario aplicadas porque la gente no salía de su casa y se cansaron de desalentar las consultas de rutina. Todo un desastre.

Desde luego que las sociedades científicas no han sido más que cómplices y culpables en este asunto. Al menos, las pertinentes del caso, como la Sociedad Argentina de Infectología, la Sociedad Argentina de Vacunas y la más responsable de todas, la Sociedad Argentina de Pediatría.

La SAP, durante todo 2020 hizo un silencio estremecedor ante cada arremetida del gobierno contra la niñez. Ya sea por no haberse pronunciado o denunciado algo con respecto al deterioro psicoemocional de los niños encuarentenados, los que quedaron expuestos a situaciones de mayor vulnerabilidad, los que no se vacunaron, los que dejaron de comer porque sus padres se quedaron sin trabajo y así, una lista interminable. Por si poco fuera, la SAP remata su último resquicio de credibilidad al emitir un comunicado más flojo de papeles que las propias declaraciones del gobierno al adherirse a la vacunación -a mi parecer, innecesaria en niños sanos- con Sinopharm. Una sociedad científica se supone independiente de los intereses no sólo de la industria sino también gubernamentales. Una sociedad científica debe velar, primero, por los pacientes y, luego, por sus asociados. La SAP no sólo abandonó a los pacientes sino también a los pediatras, sobre todo, a los que se mostraron disidentes. Perdieron todo respaldo aquellos que optaron por no recomendar a sus pacientes la inoculación de esta vacuna. El criterio médico, una víctima silenciosa de esta pandemia.

Se acallaron las voces de médicos y científicos que, con seriedad, mostraron que esto es una locura. Se los maltrató y trató de locos. Se pidieron estudios serios y las respuestas fueron peores que las de un alumno que quiere zafar un examen. Se escudaron en que la ANMAT dio el ok y que los estudios estaban pero que no los podíamos ver. La ANMAT, otra víctima: una autoridad de aplicación nacional y de prestigio, vendida al mejor postor. Una pena.

No hay nada que esté bien en este asunto, incluso, que la diputada Silvia Lopennato, miembro de la comisión de salud del HCN, hiciera un posteo no menos infame y furibundo contra la ministra de salud, llorándole confianza rota. Señora, si usted que ocupa un rol importantísimo en el Congreso no pudo acceder a información fidedigna fue y vacunó a sus hijos con confianza ciega ante un gobierno que sistemáticamente mintió desde que todo esto empezó, ¿qué nos queda a los ciudadanos que en las redes nos manifestamos sobre esto?

De todo esto saco en limpio lo siguiente: que el prestigio y la confianza son valores que dejaron de importar y que se rifan muy fácilmente. Si después el común de la gente se vuelca a terapias alternativas o a escaparle a la vacunación no es responsabilidad de los que venden magia sino de los gobiernos y parte de la comunidad científica, que obraron como los dueños de la verdad con un tema tan delicado con la salud. Solo nos queda arremangarnos y empezar a reconstruir lo que los hunos nos dejaron a los otros.