6 de abril de 2016

La salud del silencio



Dicen que el silencio es salud pero, a veces, habla mucho más que lo que estamos dispuestos a escuchar y no es para nada un gesto de salubridad. El silencio de la noche nos permite escuchar la lluvia que, en este momento, cae sin cesar por las calles de Buenos Aires. El silencio tiene momentos y espacios que nosotros a veces elegimos pero, de cuando en cuando, los elige él para asentarse y dar el presente, hacerse activo. Esa es la trampa: decir que es la inactividad del sonido. Creemos que es una situación de pasividad extrema al decir que disfrutamos de su presencia cuando, en realidad, nos permite escuchar lo que no escuchamos.

El silencio nos da esa sensación de poder cuando le decimos al otro que se calle en una discusión o cuando manejamos un impasse en una melodía. No se de dónde sacamos esa falacia de poder. Él nos puede y nos domina cuando esperamos que la voz haga lo propio y tome protagonismo. Él se ríe de nuestra desesperación. Él disfruta cuando el confinado del Secreto de sus Ojos pide por favor que le hablen. Es un viejo zorro que atraviesa las paredes y los sentimientos y, justamente, no cree en la palabra. No cree en perdones ni en amores.

Por momentos es el panóptico que nos observa gritar en una habitación cerrada. Ríe mientras gritamos en vano y las paredes captan el sonido para que no salga. Ríe mientras buscamos hacernos un lugar en algún lado. Mientras pedimos a gritos que nos oigan. Da la respuesta menos esperada, la que no tiene palabras, la que se muestra oronda cual reina de la primavera del baile escolar. Eso hace. Tan poco y tanto como eso. Por eso llena sitios. Los llena de manera inconsulta y atroz. Es vehemente y orgulloso.

Pero no cuenta, el dueño del espacio incómodo con la suspicacia de algunos y la audacia de otros. No sabe que, de pronto, todo su reinado puede caerse en un segundo y nada podrá hacer para controlar la situación cuando un hidalgo transeúnte se plante frente a otro y diga: “Hola.”