Dicen que el silencio es salud pero, a veces, habla mucho
más que lo que estamos dispuestos a escuchar y no es para nada un gesto de
salubridad. El silencio de la noche nos permite escuchar la lluvia que, en este
momento, cae sin cesar por las calles de Buenos Aires. El silencio tiene momentos
y espacios que nosotros a veces elegimos pero, de cuando en cuando, los elige
él para asentarse y dar el presente, hacerse activo. Esa es la trampa: decir
que es la inactividad del sonido. Creemos que es una situación de pasividad
extrema al decir que disfrutamos de su presencia cuando, en realidad, nos
permite escuchar lo que no escuchamos.
El silencio nos da esa sensación de poder cuando le decimos
al otro que se calle en una discusión o cuando manejamos un impasse en una
melodía. No se de dónde sacamos esa falacia de poder. Él nos puede y nos domina
cuando esperamos que la voz haga lo propio y tome protagonismo. Él se ríe de
nuestra desesperación. Él disfruta cuando el confinado del Secreto de sus Ojos
pide por favor que le hablen. Es un viejo zorro que atraviesa las paredes y los
sentimientos y, justamente, no cree en la palabra. No cree en perdones ni en amores.
Por momentos es el panóptico que nos observa gritar en una
habitación cerrada. Ríe mientras gritamos en vano y las paredes captan el
sonido para que no salga. Ríe mientras buscamos hacernos un lugar en algún
lado. Mientras pedimos a gritos que nos oigan. Da la respuesta menos esperada,
la que no tiene palabras, la que se muestra oronda cual reina de la primavera
del baile escolar. Eso hace. Tan poco y tanto como eso. Por eso llena sitios.
Los llena de manera inconsulta y atroz. Es vehemente y orgulloso.
Pero no cuenta, el dueño del espacio incómodo con la
suspicacia de algunos y la audacia de otros. No sabe que, de pronto, todo su
reinado puede caerse en un segundo y nada podrá hacer para controlar la
situación cuando un hidalgo transeúnte se plante frente a otro y diga: “Hola.”