13 de marzo de 2013

Pertenecer tiene sus beneficios




En el principio no había nada
Fue un martes o miércoles previo al Día de la madre de 1995 cuando me subieron a un remís y me llevaron a la casa de la pediatra porque tenía un extraño dolor de panza y dificultad para respirar. La médica no tardó en detectar que no era un cuadro “común” y decidió mandarme a internar al hospital de San Clemente. Mis recuerdos a partir de ese momento son muy vagos y, de golpe, me encontré en una ambulancia con mi papá y otra persona rumbo a La Plata.
Me desperté en la terapia intensiva de la Clínica del Niño porque era el único lugar especializado que atendía por IOMA. A menos de 300 km quedaron mi mamá con mis 5 hermanos más chicos –el menor de 4 meses-  sin un peso. Literalmente. Los últimos 10 que quedaban, se los había llevado mi viejo por si necesitaba algo.
De lejos, escuchaba que hablaban de la “nena diabética” sin saber que se referían a esa piltrafa que estaba en la camilla y recibía inyecciones a cada rato sin mucha idea de qué se trataba.
Así los días, me sacaron de la UTI y pasé a una habitación común. Con unos pesos prestados, mi mamá había venido con el bebé de la casa a estar conmigo y mi papá se volvió a buscar a mis hermanos que quedaron en casa de una conocida.
Nunca es buen momento para enfermar­­se de diabetes, mucho menos, cuando la situación económica apremia. Pero había que empezar a modificar la dieta: el yogur ahora debía ser light, chau azúcar al mate cocido, etc etc. En una casa donde todos debíamos comer lo mismo y no había lugar para menúes ejecutivos, entró en juego la comida “para María”. Había que incorporar más verdura y se complicó el tema de andar comiendo todas las harinas que contenía la caja que venía de la Unidad Básica. Complicado, pero no imposible.
De la Clínica del Niño me enviaron a atenderme al Hospital Sor María Ludovica de La Plata, también. Lamentablemente, en La Costa, no había servicio de diabetes. La alternativa más cercana era esa o Mar del Plata. Y había que ir, más o menos, cada 4 meses al médico. Y, como siempre, sin un peso. Viajé de diversas maneras: con un pase que otorgaba el hospital, por intermedio del Servicio Social, que daba pasajes para paciente 1 un acompañante e incluía boletos de colectivos en la ciudad de las diagonales; otras veces, fui en un micro municipal que era una especie de escolar todo roto, desde cuyos agujeros se veía el asfalto de la ruta y que el conductor calefaccionaba con una pantalla que salía de una garrafa; con un chofer municipal…así desde los 10 a los 16 años cuando me dieron el alta de ahí. Cuando había algún mango, pagaba boletos.
Gracias al trabajo municipal de mi papá, tenía obra social, por lo tanto, los medicamentos necesarios (insulina y tiras reactivas) no los tenía que abonar. ¡Y menos mal! Porque son insumos realmente caros.
El Hospital de Niños me dio la posibilidad de participar en un Campamento para niños con diabetes. Allí aprendí muchísimas cosas, sobre todo, a sentir que no era diferente a nadie. Y aprendí a convivir con ella. Tal es así, que a los 14 empecé a devolver lo que había recibido, ayudando en la educación diabetológica de otros pares. De 8 a 13 años, de distintos lugares, pero todos –como es el slogan de la Federación Internacional de Diabetes- “unidos por la diabetes”.
En el Campamento conocí realidades cercanas y realidades lejanas. Había quienes eran de clase media  y había otros chicos que venían de zonas más marginales y que sus padres los enviaban para que tuvieran, una vez en su vida, la posibilidad de vivir 7 días en un mundo “posible”.
Allí estaba, si mal no recuerdo su nombre, Antonio. Él venía de Carlos Spegazzini. En ese entonces, yo ni sabía qué lugar era y siempre entendí que era de “pegasini”.  Antonio vivía en una casa muy modesta, con otros hermanos. En su casa plantaban papas para que el pudiera comer hidratos. Como el hospital donde se atendía le quedaba lejos, a veces no le alcanzaba la provisión, entonces, rebajaba la insulina con agua. El razonamiento era lógico: le ampliaba el volumen para “estirarla”. Lo que no sabía, es que la echaba a perder haciendo eso.  Esta historia, debe tener unos 10 años o más. La recuerdo como si fuera ayer.
También conocí a Nelson, que venía de Varela o Berazategui. Pronunciaba las “S” como “C” porque tenía un problema de frenillos. Esa era la explicación. Su papá no sabía leer. Pero hacía todo lo posible para que su hijo aprendiera a manejar la diabetes de manera tal que pudiera desenvolverse.
La mayoría de los chicos que recibimos a lo largo de los años eran como yo: venían del Ludovica y muchos, con serias dificultades económicas. Más de uno se ha llevado los alimentos no perecederos que no se habían consumido. Recuerdo cuando, a los 12 años, en la playa de Aguas Verdes, Mariela –mi queridísima amiga- me dijo que esa era su primera vez frente al mar. Para mí, que lo tenía a 3 cuadras de mi casa, era imposible de creer. Pero Mariela no fue la única que no conocía las olas. La emoción de unos cuantos purretes que pisaban la arena de la playa por primera vez, es inexplicable. ¡Cuantos chicos ví pasar! Y cuántos espero seguir viendo…

No tan sólo cosas de chicos…
Y así como ví niños, conocí a adultos que corren por conseguir sus insulinas o sus tiras al menor precio posible (una caja de 50 sale, promedio, $250. Un diabético tipo 1 debiera utilizar, mínimo 3 cajas = $750 por mes) porque, quizá, en el hospital no tienen para darles o la obra social se resiste a cumplir con el Plan Médico Obligatorio y la Ley del diabético. Y una caja de insulina cuesta unos mil pesos. Quizá menos. Pero un “tratamiento básico” –haciendo de cuenta que eso existe en el mundo de la Mellitus- ronda los 2mil pesos por mes. O más, claro. Sin contar que, cada 3 meses, hay que hacerse análisis de laboratorio, 1 vez al año hay que hacerse un fondo de ojos y otros estudios. Y, eso sí, contando con que hablo de un paciente que no tiene complicaciones como retinopatía (inconvenientes en la vista), nefropatía (disfunciones renales) o neuropatía ( complicaciones en el sistema nervioso periférico). Somos personas caras, más no millonarias.
Le costamos mucha plata a las obras sociales o al Estado. Pero más caros les salimos si nuestro tratamiento es deficiente.

Del materialismo histórico a la oligarquía diabética
Hay muchas, muchas personas con diabetes en nuestro país. De todas las edades, los credos y no hay una prevalencia por el sexo: nos conocemos por la diabetes y no por otros ámbitos sociales en los que nos movemos. Es tan ridículo escuchar que la diabetes es una enfermedad de gente de clase alta porque “come más y son más sedentarios” que no me queda otra que contestar que:

  •  Muchísima gente de clase baja tiene sobrepeso. Y no porque coma “mejor”  sino porque se alimenta con lo que hay. No tiene la chance (o el alcance) de elegir una ensalada de rúcula y parmesano en una linda mesita de Plaza Serrano.

  •  Muchísima gente de clase baja es sedentaria. Bah, sedentaria. No tiene tiempo para ir a correr a los bosques de Palermo . quizá esa gente trabajó muchas horas al día y esa es toda su actividad física.

  •  Muchísima gente, siquiera sabe que es una glucemia. O que son los hidratos de carbono. Y no tienen porqué saberlo, hasta que les toca. La ignorancia sobre algún tema –hoy quedó más a la vista que nunca- no es propia de una clase social. La ignorancia es ignorancia. Al igual que la soberbia.

  •  Muchísima gente tiene diabetes y no lo sabe. Y no porque no le interese saber que tiene diabetes. Quizá no tiene acceso a un plan de atención primaria de la salud. Quizá, no tenga tiempo “para perder” yendo a una salita a esperar a que la atiendan.
  •   Muchísima gente tiene diabetes y está “hospitalizada”, es decir, se atiende en el sistema público de salud y recibe medicación bajo programas como el Plan Médico de Cabecera (GCBA) o PRODIABA (Pcia de Bs. As). De todos eso, muchos apenas consiguen hacer su tratamiento con lo que les dan.

  •  Otros pacientes, que corresponden al ámbito municipal, hace lo que puede. Tal es el caso del Hospital de Monte Grande. Allí asiste una población de muy bajos recursos que, gracias a un programa de alfabetización hecho en conjunto entre los médicos del servicio y una escuela de la zona, reciben instrucción para poder tener acceso a un mejor tratamiento de su enfermedad. Empezaron a aprender cosas nuevas a través de la diabetes.

Y podría seguir escribiendo líneas interminables, pero lo cierto es que es una pandemia, tal cual lo expresó la OMS  ya hace unos años. Y llevo, literalmente, la mitad de mi vida luchando no contra la diabetes sino contra la ignorancia. Educando a pacientes pero, por sobre todo, a los que nos ven a los diabéticos como “pobrecitos”. Pero jamás pensé que iba a tener que explicarle a una mandataria que las enfermedades crónicas no son una cuestión de clase.