En el principio no había nada
Fue un martes o miércoles previo al Día de la madre de 1995
cuando me subieron a un remís y me llevaron a la casa de la pediatra porque
tenía un extraño dolor de panza y dificultad para respirar. La médica no tardó
en detectar que no era un cuadro “común” y decidió mandarme a internar al
hospital de San Clemente. Mis recuerdos a partir de ese momento son muy vagos
y, de golpe, me encontré en una ambulancia con mi papá y otra persona rumbo a
La Plata.
Me desperté en la terapia intensiva de la Clínica del Niño
porque era el único lugar especializado que atendía por IOMA. A menos de 300 km
quedaron mi mamá con mis 5 hermanos más chicos –el menor de 4 meses- sin un peso. Literalmente. Los últimos 10 que
quedaban, se los había llevado mi viejo por si necesitaba algo.
De lejos, escuchaba que hablaban de la “nena diabética” sin
saber que se referían a esa piltrafa que estaba en la camilla y recibía
inyecciones a cada rato sin mucha idea de qué se trataba.
Así los días, me sacaron de la UTI y pasé a una habitación
común. Con unos pesos prestados, mi mamá había venido con el bebé de la casa a
estar conmigo y mi papá se volvió a buscar a mis hermanos que quedaron en casa
de una conocida.
Nunca es buen momento para enfermarse de diabetes, mucho
menos, cuando la situación económica apremia. Pero había que empezar a
modificar la dieta: el yogur ahora debía ser light, chau azúcar al mate cocido,
etc etc. En una casa donde todos debíamos comer lo mismo y no había lugar para
menúes ejecutivos, entró en juego la comida “para María”. Había que incorporar
más verdura y se complicó el tema de andar comiendo todas las harinas que
contenía la caja que venía de la Unidad Básica. Complicado, pero no imposible.
De la Clínica del Niño me enviaron a atenderme al Hospital
Sor María Ludovica de La Plata, también. Lamentablemente, en La Costa, no había
servicio de diabetes. La alternativa más cercana era esa o Mar del Plata. Y
había que ir, más o menos, cada 4 meses al médico. Y, como siempre, sin un
peso. Viajé de diversas maneras: con un pase que otorgaba el hospital, por
intermedio del Servicio Social, que daba pasajes para paciente 1 un acompañante
e incluía boletos de colectivos en la ciudad de las diagonales; otras veces,
fui en un micro municipal que era una especie de escolar todo roto, desde cuyos
agujeros se veía el asfalto de la ruta y que el conductor calefaccionaba con
una pantalla que salía de una garrafa; con un chofer municipal…así desde los 10
a los 16 años cuando me dieron el alta de ahí. Cuando había algún mango, pagaba
boletos.
Gracias al trabajo municipal de mi papá, tenía obra social,
por lo tanto, los medicamentos necesarios (insulina y tiras reactivas) no los
tenía que abonar. ¡Y menos mal! Porque son insumos realmente caros.
El Hospital de Niños me dio la posibilidad de participar en
un Campamento para niños con diabetes. Allí aprendí muchísimas cosas, sobre
todo, a sentir que no era diferente a nadie. Y aprendí a
convivir con ella. Tal es así, que a los 14 empecé a devolver lo que había
recibido, ayudando en la educación diabetológica de otros pares. De 8 a 13
años, de distintos lugares, pero todos –como es el slogan de la Federación
Internacional de Diabetes- “unidos por la diabetes”.
En el Campamento conocí realidades cercanas y realidades
lejanas. Había quienes eran de clase media y había
otros chicos que venían de zonas más marginales y que sus padres los enviaban
para que tuvieran, una vez en su vida, la posibilidad de vivir 7 días en un
mundo “posible”.
Allí estaba, si mal no recuerdo su nombre, Antonio. Él venía
de Carlos Spegazzini. En ese entonces, yo ni sabía qué lugar era y siempre
entendí que era de “pegasini”. Antonio vivía
en una casa muy modesta, con otros hermanos. En su casa plantaban papas para
que el pudiera comer hidratos. Como el hospital donde se atendía le quedaba
lejos, a veces no le alcanzaba la provisión, entonces, rebajaba la insulina con
agua. El razonamiento era lógico: le ampliaba el volumen para “estirarla”. Lo
que no sabía, es que la echaba a perder haciendo eso. Esta historia, debe tener unos 10 años o más.
La recuerdo como si fuera ayer.
También conocí a Nelson, que venía de Varela o Berazategui.
Pronunciaba las “S” como “C” porque tenía un problema de frenillos. Esa era la
explicación. Su papá no sabía leer. Pero hacía todo lo posible para que su hijo
aprendiera a manejar la diabetes de manera tal que pudiera desenvolverse.
La mayoría de los chicos que recibimos a lo largo de los
años eran como yo: venían del Ludovica y muchos, con serias dificultades
económicas. Más de uno se ha llevado los alimentos no perecederos que no se
habían consumido. Recuerdo cuando, a los 12 años, en la playa de Aguas Verdes,
Mariela –mi queridísima amiga- me dijo que esa era su primera vez frente al
mar. Para mí, que lo tenía a 3 cuadras de mi casa, era imposible de creer. Pero
Mariela no fue la única que no conocía las olas. La emoción de unos cuantos
purretes que pisaban la arena de la playa por primera vez, es inexplicable. ¡Cuantos
chicos ví pasar! Y cuántos espero seguir viendo…
No tan sólo cosas de
chicos…
Y así como ví niños, conocí a adultos que corren por conseguir
sus insulinas o sus tiras al menor precio posible (una caja de 50 sale,
promedio, $250. Un diabético tipo 1 debiera utilizar, mínimo 3 cajas = $750 por
mes) porque, quizá, en el hospital no tienen para darles o la obra social se
resiste a cumplir con el Plan Médico Obligatorio y la Ley del diabético. Y una
caja de insulina cuesta unos mil pesos. Quizá menos. Pero un “tratamiento
básico” –haciendo de cuenta que eso existe en el mundo de la Mellitus- ronda
los 2mil pesos por mes. O más, claro. Sin contar que, cada 3 meses, hay que
hacerse análisis de laboratorio, 1 vez al año hay que hacerse un fondo de ojos
y otros estudios. Y, eso sí, contando con que hablo de un paciente que no tiene
complicaciones como retinopatía (inconvenientes en la vista), nefropatía (disfunciones
renales) o neuropatía ( complicaciones en el sistema nervioso periférico).
Somos personas caras, más no millonarias.
Le costamos mucha plata a las obras sociales o al Estado. Pero
más caros les salimos si nuestro tratamiento es deficiente.
Del materialismo
histórico a la oligarquía diabética
Hay muchas, muchas personas con diabetes en nuestro país. De
todas las edades, los credos y no hay una prevalencia por el sexo: nos
conocemos por la diabetes y no por otros ámbitos sociales en los que nos
movemos. Es tan ridículo escuchar que la diabetes es una enfermedad de gente de
clase alta porque “come más y son más sedentarios” que no me queda otra que
contestar que:
- Muchísima gente de clase baja tiene sobrepeso. Y no porque coma “mejor” sino porque se alimenta con lo que hay. No tiene la chance (o el alcance) de elegir una ensalada de rúcula y parmesano en una linda mesita de Plaza Serrano.
- Muchísima gente de clase baja es sedentaria. Bah, sedentaria. No tiene tiempo para ir a correr a los bosques de Palermo . quizá esa gente trabajó muchas horas al día y esa es toda su actividad física.
- Muchísima gente, siquiera sabe que es una glucemia. O que son los hidratos de carbono. Y no tienen porqué saberlo, hasta que les toca. La ignorancia sobre algún tema –hoy quedó más a la vista que nunca- no es propia de una clase social. La ignorancia es ignorancia. Al igual que la soberbia.
- Muchísima gente tiene diabetes y no lo sabe. Y no porque no le interese saber que tiene diabetes. Quizá no tiene acceso a un plan de atención primaria de la salud. Quizá, no tenga tiempo “para perder” yendo a una salita a esperar a que la atiendan.
- Muchísima gente tiene diabetes y está “hospitalizada”, es decir, se atiende en el sistema público de salud y recibe medicación bajo programas como el Plan Médico de Cabecera (GCBA) o PRODIABA (Pcia de Bs. As). De todos eso, muchos apenas consiguen hacer su tratamiento con lo que les dan.
- Otros pacientes, que corresponden al ámbito municipal, hace lo que puede. Tal es el caso del Hospital de Monte Grande. Allí asiste una población de muy bajos recursos que, gracias a un programa de alfabetización hecho en conjunto entre los médicos del servicio y una escuela de la zona, reciben instrucción para poder tener acceso a un mejor tratamiento de su enfermedad. Empezaron a aprender cosas nuevas a través de la diabetes.
Y podría seguir escribiendo líneas interminables, pero lo
cierto es que es una pandemia, tal cual lo expresó la OMS ya hace unos años. Y llevo, literalmente, la
mitad de mi vida luchando no contra la diabetes sino contra la ignorancia.
Educando a pacientes pero, por sobre todo, a los que nos ven a los diabéticos
como “pobrecitos”. Pero jamás pensé que iba a tener que explicarle a una
mandataria que las enfermedades crónicas no son una cuestión de clase.