19 de diciembre de 2016

El fantasma de la D

Hace unos días alguien me remarcó que me la paso quejándome de diciembre como mes: es cierto. Desde 2003, diciembre son finales, estrés...desde antes, mucho antes, son las fiestas. Las últimas en familia fueron las de 1999 hasta que mi mamá se convirtió a otra religión. Antes de 1999 tampoco eran esas fiestas que muchos adoran contar, no voy a ahondar, qué sentido tiene ahora.
Pero diciembre en lo personal me pesa hasta en lo más chiquito y noto, desde hace 15 años, que diciembre no nos estresa, solamente, por las fiestas, sino que en nuestro inconsciente (anque conciente) colectivo, vivimos con la tensión que nos dejó el fatídico final de un gobierno, con muertos, saqueos, crisis y todo lo que sabemos, al menos, los que vivimos esos años. En cierta forma, es un cuco. Haciendo analogía con el fútbol, es nuestro fantasma de la B que no se va nunca.
El 19 de diciembre de 2001 me encontró con 16 años y casi fuera de la realidad. Como era usual para mí, estaba de campamento en Aguas Verdes y allí, que no escuchábamos ni la radio ni veíamos tv y no era época de redes sociales ni celulares, estábamos ajenos, absolutamente, a lo que pasaba apenas a unos kilómetros. Calculo que fue el día anterior, cuando Nora vino y trajo un Página 12 que anunciaba la renuncia de Cavallo y no entendí nada, sólo entendí que era una mala noticia.
A poco de ello, teníamos nuestro fogón de despedida y Nora nos informó que la policía local indicó no hacerlo porque se había declarado el estado de sitio. Esas 3 palabras, para mí, anunciaban lo peor. Fue la primera vez que tuve miedo. Pensé que volvían los milicos. Pensé de todo. Me dio miedo que pasaran cosas que parecían lejanas. Los nacidos en la primavera alfonsinista sólo tenemos relatos de lo que fueron los años de las botas y, en ese momento, pensé que los relatos se harían realidad. Tardé en entender de qué hablábamos cuando hablabámos de estado de sitio. Traté de pensar que, igual, íbamos a hacer el fogón. Traté de pensar que todo iba a estar bien.
No sabía que estaba pasando afuera. Los niños, menos que menos. A veces pienso que fue muy bueno eso. Estaba todo viciado, era todo un peligro y, nosotros, hablando de diabetes en un pueblo de La Costa con poquísimos habitantes. Perdonenme si pienso que lo mejor que nos pudo pasar fue eso. Estaba en el mismo país que se sacudía como una alfombra, pero no tenía noción de lo que pasaba.
Cuando terminó el campamento, acordamos con mi familia que me viniera a Buenos Aires ya que el 01/01 partía a Chile a otro campamento. Salí de Mar de Ajó con De la Rua presidente. Salí de Aguas Verdes y ya había otro. Me fui a Chile y ya habían pasado 5, creo. Estando allá de campamento, aun tenía menos noticias y, cuando llegó otra argentina, contó que parecía que Duhalde iba a tomar la presidencia. Pensé en lo que significaba. A muchos kilometros de casa, me horroricé. Siguieron los saqueos y la situación era desesperante. Pero yo seguía lejos.
Volví el 2 de febrero y a los pocos días llegué a Mar de Ajó. Me había ido de casa hacía casi dos meses y, ciertamente, sentí que fue un desarraigo casi forzado por el tema del viaje. La Costa tuvo su peor temporada. Chiozza estaba semi vacía a toda hora. Pocos negocios, casi que era un gran fin de semana largo.
Lo que sigue a eso son memorias de la crisis. Pasaron 15 años y los recuerdos no serán nítidos pero están ahi, cosa que yo no cuando sucedieron los hechos.

6 de abril de 2016

La salud del silencio



Dicen que el silencio es salud pero, a veces, habla mucho más que lo que estamos dispuestos a escuchar y no es para nada un gesto de salubridad. El silencio de la noche nos permite escuchar la lluvia que, en este momento, cae sin cesar por las calles de Buenos Aires. El silencio tiene momentos y espacios que nosotros a veces elegimos pero, de cuando en cuando, los elige él para asentarse y dar el presente, hacerse activo. Esa es la trampa: decir que es la inactividad del sonido. Creemos que es una situación de pasividad extrema al decir que disfrutamos de su presencia cuando, en realidad, nos permite escuchar lo que no escuchamos.

El silencio nos da esa sensación de poder cuando le decimos al otro que se calle en una discusión o cuando manejamos un impasse en una melodía. No se de dónde sacamos esa falacia de poder. Él nos puede y nos domina cuando esperamos que la voz haga lo propio y tome protagonismo. Él se ríe de nuestra desesperación. Él disfruta cuando el confinado del Secreto de sus Ojos pide por favor que le hablen. Es un viejo zorro que atraviesa las paredes y los sentimientos y, justamente, no cree en la palabra. No cree en perdones ni en amores.

Por momentos es el panóptico que nos observa gritar en una habitación cerrada. Ríe mientras gritamos en vano y las paredes captan el sonido para que no salga. Ríe mientras buscamos hacernos un lugar en algún lado. Mientras pedimos a gritos que nos oigan. Da la respuesta menos esperada, la que no tiene palabras, la que se muestra oronda cual reina de la primavera del baile escolar. Eso hace. Tan poco y tanto como eso. Por eso llena sitios. Los llena de manera inconsulta y atroz. Es vehemente y orgulloso.

Pero no cuenta, el dueño del espacio incómodo con la suspicacia de algunos y la audacia de otros. No sabe que, de pronto, todo su reinado puede caerse en un segundo y nada podrá hacer para controlar la situación cuando un hidalgo transeúnte se plante frente a otro y diga: “Hola.”