22 de julio de 2022

Memorias de una hiperinflación que no recuerdo

Nací en 1985, lo que me convierte en una “hija de la primavera alfonsinista” aunque, según el devenir de los hechos de la gestión del gobierno de ese momento, las estaciones estaban corridas y el invierno no tardó en llegar.

Mis recuerdos de los años ’80 son bastante vagos porque iba al jardín de infantes y así como ya vivía en estas tierras cuando Argentina ganó su última copa del mundo (de lo cual no tengo ningún registro porque apenas pasaba el año de vida cuando Bilardo mandaba a las mujeres a coser los números en las camisetas) el resto de mi primera infancia está sesgada por pasajes entre Belgrano y Saavedra y no mucho más que eso. De a ratos recuerdo cuando me perdí en la primaria a la que iban mis hermanos más grandes o golosinas como el chupetín Bola loca que me fascinaba. Todo lo que pasaba a mi alrededor, naturalmente, me era ajeno.

Viví la hiperinflación, supongo, como cualquiera de mis coetáneos: en babia. Y estaba bien. A veces hago chistes porque, sí, me acuerdo de ir al Hogar Obrero y del incipiente Coto de Elcano y Zapiola, una carnicería de baja monta que todavía no nos conocía. Todo lo que tiene que ver con la hiperinflación me parece historia argentina de esa que estudiás en el colegio.

Con el correr de los años, al ir transitando la vida y al rodearme de gente más grande, pude ir dimensionando qué significaba, en el imaginario social, la hiperinflación y todos sus efectos. Me costó mucho entender por qué era monstruoso lo que pasaba y por qué sería tan terrible que ocurriera nuevamente. Aun a mis 37 años y con algunos rudimentos de teoría económica en mi haber, no logro entender el fenómeno monetario y las implicancias del caso, voy a ser sincera. No me da vergüenza, pero voy a escudarme en que recién en este momento estoy viendo como el proceso va instalándose y soy testigo presencial del caso. Quisiera no serlo, claro.

El otro día, pensando que le estaba comentando una genialidad a mi papá, le dije que había escuchado en TV como un periodista contaba que había tomado un producto y, cuando llegó a la caja, se lo habían remarcado. “Porque eso no pasó en los ’80, ¿no?” Quizá fue la primera vez en años que mi papá vio la candidez de mi cara con tamaña afirmación traída desde Narnia y me contó que eso pasó, que notaba la diferencia cada vez que se cruzaba a comprar algo en el Disco de Olivos. No de nuevo, decía.

La debacle económica que estamos viviendo no la recuerdo de esta forma. Hace años vivimos en estado de alerta permanente. Cada dos por tres salimos a stockearnos de artículos no perecederos y que sabemos que van a escasear. Hace no se ya cuánto tiempo hay productos con compra limitada por persona en los supermercados. Hace no se cuánto que no lleno un chango. Nuestros consumos desesperados son sintomáticos de un terror bien fundado: que falte comida. También nos sacamos no uno, sino unos cuántos pesos de encima comprando bienes suntuarios -suntuarios conforme lo que hay y lo que podemos gastar, pero seguro no son alfombras persas- y todo a la cantidad de cuotas que dé la tarjeta con o sin interés, qué importa, lo licúa la inflación. Pareciera que estamos en una gran fiesta de gasto y despilfarro cuando, en realidad, ahogamos la angustia de un futuro que ya no es incierto porque tenemos la certeza de que pronto se corta el chorro y hay que aprovechar. Carpe Diem, laissez faire, TODO.

Probablemente ya no llegue a rescatar recuerdos de mi primera hiperinflación, pero la historia y los desmanejos económicos del país me dieron la triste oportunidad de pasar por otra y de compilar memorias para contarles a los hijos que aún no parí.

 

10 de junio de 2022

Canción con todes

 

Hace unos días, por el ataque de un pitbull a una criatura, una mujer tuiteó algo así como que el problema eran los pitbulls y que ella había “atendido muchas infancias” por este asunto. En ese momento, simplemente atiné a escribir que entonces no atendía pacientes sino entidades abstractas.

Encuentro muy problemática la pluralización de los sustantivos abstractos como práctica discursiva. Tomando el ejemplo citado, hablar de “infancias” es incorrecto aún cuando no se está hablando de infantes en particular. Nada que no sepamos: la infancia es una instancia de la vida, es transversal, nuclea a todos los individuos y no hay razón ni problema que conlleve a una pluralización de la misma. Desde luego, todo radica en la tendencia a hablar de diversidad y de inclusión entonces, en lugar de hablar de diferentes formas de atravesar la infancia, se optó por cortar camino y poner “infancias” y chau pichi. Pero esto escaló porque esta persona no estaba hablando de maneras sino de individuos. Y este uso incorrecto del lenguaje es cada vez más frecuente, aunque nos parezca marginal.

Hay una tendencia generalizada al revisionismo en cada esfera social y la lengua y el lenguaje no escapan a ello. La pluralización de los sustantivos abstractos es mucho más que agregarle una S al final a la palabra: diluye al individuo en un colectivo, quitándole su subjetividad. En este caso, el infante -portador de un nombre, costumbres, etc.- ya no es uno sino parte de la masa informe “infancia”. Es una infancia. Pierde entidad en tanto sujeto. Y esto se contrapone con todo lo que se refiera a derechos individuales y el respeto a la diversidad. ¿Cómo vamos a respetar la diversidad si estamos unificando a los individuos bajo un manto caprichoso que aglutina sólo por rango etario? Entonces, se cae la premisa de que el objetivo del lenguaje inclusivo es abarcar "diversidades", si es que tal cosa existiera.

Es muy importante que preservemos nuestra individualidad y escapemos a que, por formar parte de un colectivo -el que sea- por afinidad, nos convirtamos en parte indivisa del mismo y que por ello, se nos llame así. Es muy difícil de entender la pretensión, aun cuando se es adulto y formado,  sin caer en categorizaciones doñarrosescas y terminando en diagnósticos sin sustento, pero casi que es tentador decir que la situación es esquizoide y, mientras me dicen que me respetan por ser quien soy, tengo que estar en un casillero dentro del espectro habilitado y legitimado, ni más ni menos, que por la academia.

Y ahí hay un punto más: ¿de dónde proviene esta idea de la inclusión desde el lenguaje? de la academia. Todas las teorías lingüísticas sacaron, en una lectura del Tarot, la carta de la torre: se van a caer, como el patriarcado.

Lenguas de fuego

Es dable hacer un breve repaso sobre la teoría de de Saussure para explicar hacia donde quiero llegar. Según el autor, lenguaje, lengua y habla no son lo mismo y están articulados. La lengua proviene de la esfera psi, porque es eso que adquirimos, sin conciencia alguna, a medida que crecemos y está formada por signos binarios, cuyas partes son el significado y significante. El significado es lo que sé que es un objeto, tiene un valor conceptual (por ejemplo: tabla sostenida por cuatro patas que se utiliza para comer) y el significante es lo que me represento del mismo, con un valor material (una mesa: visualizo, pienso que es una mesa). Toda esa representación que adquirimos a lo largo de nuestra infancia sobre todo, se repite en otras instancias de la vida al tener contacto con otros espacios y aprendizajes. El habla es la expresión de la lengua a través del aparato fonador, la escritura. Es activa, es heterogénea, porque depende de cada individuo y sus condiciones psicofísicas y el medio en el que se encuentre. El lenguaje es la habilidad de ordenar, expresar y representar los signos. Es una construcción que se da si tenemos incorporada la lengua. La organización del lenguaje es compleja, se aprende, lleva tiempo y parte de este aprendizaje se da en el ámbito familiar y el resto con la escolarización.

El lenguaje tiene reglas, normas, arbitrarias pero que organizan la comunicación entre individuos. Es un sistema que, si bien se modifica con los usos de la lengua, mantiene rigideces. Y ahí una confusión importante y por esto el párrafo anterior. Se dice siempre que la lengua es algo vivo y es cierto: muchas veces, mutan las relaciones entre significado y significante dado el uso popular de la lengua. Pero ese cambio, esa mutación, no viene impartida de la academia y sus pretensiones, sino de lo que se generaliza en el campo popular. Por ejemplo, el vocablo “bizarro”: en español significa valiente y, dada la extensión de la lengua inglesa y el consecuente anglicismo, comenzamos a llamar “bizarro” a aquello que nos resulta raro. Finalmente, la RAE dio por buena esa acepción. Entonces, ahí también deviene en abstracto el supuesto cambio del lenguaje, aunque yo diría, la lengua.

El planteo académico comenzó a difundir que el lenguaje es machista porque la lengua española tiene por neutro el uso de sustantivos o adjetivos terminados en O. Esto es a grandes rasgos, claro. Desde allí empezó una guerra interminable contra no el lenguaje sino la lengua, trampa no menor. Porque la pretensión ulterior es que incorporemos a la E o X, dependiendo de quién hable, definitivamente en nuestro lenguaje. Entonces, nuevamente, para que eso ocurra, deberíamos internalizar esa nueva forma, modificando signos para que sus significantes se correspondan. La resistencia al cambio no corresponde a un arcaísmo, como pretenden vender, sino a que todo ello es una imposición que, tras una supuesta inclusión, excluye a un porcentaje mayor de la población que la que dice incluir. Es forzada, no es natural, ni siquiera para ellos. Es simpático, por no decir patético, ver que inician una conversación diciendo “todos” y se corrigen y dicen “todes” y una serie de acrobacias lingüísticas empiezan a formar parte del discurso que a veces mezcla el antiguo y horrible español de siempre con el nuevo y aceptado inclusivo. Impracticable.

Ni qué hablar del atentado contra la economía del lenguaje. Algo básico, simple. El lenguaje debe utilizar a la lengua de manera económica para que el mensaje sea entendible, claro, conciso. ¿Qué fenómeno trajo la supuesta inclusión? Que cada texto se extiende más caracteres porque hay que poner “todos y todas” o “las personas…” por si acaso se ofende alguien, por si acaso se cuestiona el contenido por no estar adscripto a reglas más arbitrarias que las del propio lenguaje. Entonces todo es engorroso. Y tedioso.

El Mono Sílabo

Y para finalizar este texto, la disposición del GCBA. Claramente, iba a generar revuelo y las acusaciones sobre fascismo, abolicionismo y unos cuantos -ismos no tardarían en llegar. Gente muy, pero muy instruida pasa por alto algo tan simple como la educación. Lógicamente: ellos ya dejaron esa instancia y se olvidaron de cómo era. Algo fantástico del ser humano es que se olvida cómo es aprender a leer, escribir y las operaciones matemáticas básicas porque las incorpora y luego es algo que se utiliza sin mucho esfuerzo intelectual. Entonces los niños, los educandos, terminan siendo víctimas de este olvido también.

Los pediatras (no así la SAP, porque no se sabe bien cuánto les interesan los niños) vienen comentando el aumento de consultas con respecto al retraso en el habla. Parte de este inconveniente se dio por la suspensión de casi 2 años en la escolarización institucionalizada. El uso del lenguaje y las habilidades también se aprenden entre pares y la escuela es lugar a donde está la mayoría de ellos para los niños. También en el club, centros culturales, pero eso también estuvo prohibido. Así como también hay retrasos en el habla, están los trastornos del aprendizaje, como la dislexia. Están los chicos que forman parte del espectro autista, los hipoacúsicos y otras patologías más. Si ya leer y escribir representa un desafío para un niño que no tiene dificultades, imaginemos los casos citados y con una serie de deformaciones en la lengua. Es confuso, es sinuoso e inconducente. Es lógico que los que no tienen que aprender se enojen, lástima que no se enojen por entorpecer el aprendizaje. Para generar un cambio, hay que conocer el campo de acción. Con la lengua es así: para modificarla hay que saber hablarla, hay que dominarla y saber los alcances y limitaciones. No es una tarea para cualquiera.

Todo lo que decimos tiene impacto y va quedando en nuestro inconsciente y lo replicamos en diferentes momentos. Las huellas están en lo que enunciamos y en cómo lo decimos. A través del lenguaje expresamos sentimientos, ideas, ideologías. ¿Qué nos hace pensar que eso no tendría impacto posterior si estamos diciendo que la lengua esta “alojada” en la psiquis? ¿Qué nos hace pensar que este ir y venir en el lenguaje es algo natural y no, al ser impuesto, algo traumático que pudiera causar consecuencias negativas? Son preguntas que me hago, a menudo, por suerte el espacio para reflexionar siempre es vasto y rico, como la lengua española.

31 de mayo de 2022

Es la vida que me alcanza

 

En el transcurso de la semana pasada tuve no menos de 5 conversaciones con personas que se dedican a actividades diferentes, con hijos, sin hijos, con pareja, sin pareja, casa propia o alquilada. Variaba ligeramente, pero el tópico era “este mes compro esto, el que viene otra cosa. Ahora necesito un pantalón, las zapatillas serán en la próxima. Y en cuotas. Lo que me de la tarjeta”

Ninguna de estas personas tiene grandes necesidades económicas, pero tampoco pueden ahorrar mucho, si es que pueden ahorrar. Son lo que denominábamos clase media, que ahora sería una clase media pauperizada, aunque todo termine en agradecer que, al menos, hay salud, trabajo y comida.

Así como esa conversación se repitió varias veces con personas de mi entorno cercano, también es lo palpable entre lo que se lee en redes sociales.

La poca plata que tenemos, ante la ausencia de una posibilidad de ahorro en alguna moneda fuerte -ya sea por las restricciones de compra de dólar oficial, por la imposibilidad de comprar al blue, porque el peso se devalúa a diario- genera un aumento en los consumos instantáneos y relacionados con el disfrute. Basta con intentar salir a comer un fin de semana: los lugares rebalsan. Hay colas y listas de espera no ya en sucuchitos de barrio, sino en lugares un poco más caros o que no hubiéramos elegido. Las bandas extranjeras, los festivales internacionales, agotan entradas, tienen largas esperas online para la compra, todo estalla en segundos.

Más allá de que estemos en una sociedad que no sabe lo que quiere, pero lo quiere ya, hay algo que trasciende a esa vertiginosidad y es ese placer efímero que tenemos. Esa salida, ese recital, es a lo único que podemos acceder. Nuestros sueños pequebú se cayeron del mapa: los alquileres están tan caros que apenas uno puede pensar en agrandarse, el valor de los autos es insólito y viajar al exterior, aunque el dólar esté barato, en pesos significa mucho entre tasas, impuestos y restricciones en las compras.

Volvimos a la compra chica, a la menudencia: 2 bananas, 1 manzana, 3 cebollas, 2 zanahorias. Stockeamos mercadería que asumimos barata, porque nunca sabemos a cuánto va a aumentar la semana que viene, entonces, nuevamente, nos tomamos esa merienda un poco onerosa en alguna de esas cafeterías de moda. Pichuleo en casa y la gasto afuera. Si no es ahí, ¿dónde?

Ciertamente, hay una ligera correlación con la pospandemia, pero esto más bien es un fenómeno económico atado a la inflación sin techo en la que estamos sumidos. Por momentos, miramos todas las deudas, a veces ya ni importan, y salimos a la calle con 2 mangos y queremos comprar alguna cosa y vamos, con la plata apretada contra el puño de la mano, a preguntarle al kioskero de la escuela “¿qué me alcanza con esto?”. El vacío no lo podemos llenar con bienes durables. Comprarse una pilchita es un lujo para unos pocos, venga ese vino rico. Venga esa cena con alguna delicatessen. ¿Por qué no? Ya ni preguntamos por qué sí, la respuesta es fácil: porque se devalúa y no puedo ni disfrutarla.

La pauperización de nuestra vida económica tiene como consecuencia el achatamiento de nuestras expectativas y eso arrastró al hedonismo y al placer: en lugar de buscar algo más fuerte o emociones más fuertes, nos conformamos con poco, con lo que hay, con lo que apenas puedo pagar.

Siempre se recuerda a los ’90 como la fiesta del despilfarro, lo “lindo”, lo desenfadado. El 1 a 1, las importaciones, los viajes. En esa época, una persona de clase media podía acceder a ciertos placeres o gustitos que los de clase baja no. Hoy eso ya casi no existe con esa brecha, básicamente, porque el desfasaje de precios es tal, que a duras penas podemos saber qué consumos son típicos de qué clase.

Mucho restorán lleno con gente con pilcha gastada o muy usada. La rotación en gastronomía es inversamente proporcional al cambio de vestuario. Sin ir más lejos, en este momento lo más nuevo que tengo puesto es un top que compré en diciembre. El resto de mi vestuario supera los 4 años.

Todo el tiempo vivimos en una ficción costumbrista como esas de Pol-ka, sólo que ahora vamos acercándonos más a las que relatan historias de desidia y marginalidad.