30 de diciembre de 2014

Pequeña nota sobre los 10 años de Cromañón

Cromañón fue un antes y un después. Nunca estuve ahí, pero tenía 19 años cuando pasó lo que pasó. Y si no estuviste ahí podías tener a un amigo o a una amiga de una amiga que fue al recital. No era tan lejano, para algunos, la existencia de ese lugar. Pero Cromañón nos cambió a todos los que salíamos desde hacía ya unos años y empezamos a reparar en cosas como la puerta de emergencia, la seguridad de los boliches, el uso de pirotecnia en recitales: ya no era igual. Pasamos de la inconsciencia alegre a la conciencia de saber que nunca falta un boludo que haga una cagada y un hijo de puta que transe con las autoridades y, a su vez, quienes debían velar por nuestra seguridad, dormían tranquilos en sus casas luego de cobrar una cometa. Una linda y gorda cometa que se repartía en un sinfín de funcionarios corruptos. Funcionarios son todos: policía, inspectores, oficinas...todo el aparato de la burocracia se cagó en nosotros y en nuestros viejos. Pero en los que más se cagó fue en las 194 víctimas y en sus familias: 10 años después, pasar por Once no es sólo un desvío del colectivo. Es la escena de un crimen que nos marcó profundamente. Un crimen que puso toda su fuerza en una sola persona, Omar Chabán. Tan responsable como los demás, fue el único preso. Delirante y enfermo, este año murió en un hospital. Cargó con su responsabilidad y negligencia. Y la de cientos de culpables que lo usaron como chivo expiatorio y ahí andan, seguramente, haciendo vida de familia o postulándose para algún cargo político. Así las cosas, la justicia no llegó nunca. En el camino, algunos se cansaron, otros guardaron el recuerdo férreo de la persona que perdieron, otros se deprimieron...y algunos siguen luchando por una justicia que vé por debajo del pañuelo de la imparcialidad.
No me olvido del 31/12/04, en La Costa, que con duelo nacional mediante, los boliches abrieron. Yo salí con culpa. Seguramente, fui a Duendes. Pero no podía sacarme de la cabeza que no correspondía estar ahi. Que nadie debía abrir, pero claro, era Año Nuevo y se salía o se salía. Tengo muchas imágenes grabadas. Tengo memoria y por eso, así como lo reclamo para otras causas, recuerdo: NI OLVIDO NI PERDÓN PARA LOS CULPABLES DE CROMAÑÓN.

30 de octubre de 2014

Cacería de brujas (foráneas)



Hace un tiempo, cada vez que se acerca el 31 de octubre, las calles de Buenos Aires y  otras ciudades o pueblos del interior empiezan a llenarse de merchandising temático sobre Halloween. Calabazas plásticas que emulan esas que nunca vemos en las verdulerías, monstruitos, telas negras y violetas, arañas y bichos, caramelos “especiales”: en todos lados hay, al menos, alguno de esos artículos.
Y cada vez que empiezan a poblar las veredas porteñas, viene la discusión sobre la fiesta importada.
“Es una fiesta yanqui” se suele escuchar. Más allá de la falacia, no veo porqué desestimar todo lo que proviene del norte del continente con ese tinte nacionalista ridículo. Como si acá no hubieran calado hondo el grunge, las sitcoms, el hip-hop y la Coca Cola. Esa sería otra discusión con la que me desviaría del punto al que quiero llegar.
Halloween es una festividad celta. La cultura celta, milenaria, no desapareció del todo en los lugares en los que se la hubiera llamado “originaria”. Tanto en las fiestas típicas de Galicia, España,  del Reino Unido o de Irlanda, hay sonidos, alimentación y estética que resistieron el paso del tiempo, las guerras, las conquistas y las derrotas.
El término Halloween podría ser una deformación de la expresión “All hallows’ Eve” (en castellano: Día de Todos los Santos). Oh, ¡qué casualidad! La fiesta celta es el 31/10 del calendario gregoriano. Y el Día de Todos los Santos, festividad católica caída casi en desuso en algunos países, es el 01/11.
Pues no, no es una casualidad. La mayoría de las festividades religiosas de la Iglesia Católica (y de algunos otros cultos que se desprendieron de la misma) provienen de prácticas paganas. No es una novedad, pero no está de más recordarlo. La fecha por excelencia, la Navidad, es el 25 de diciembre, tercer día posterior al solsticio de verano. Día en el que los romanos veneraban al Dios Sol en su templo. La Iglesia, que ya no sabía cómo conseguir adeptos y feligreses y, además, dominar y ganar el pensamiento mágico, con el lema “si no puedes vencerlos, únete a ellos”, comenzó a disfrazar las fiestas paganas hasta llevarlas a fiestas “propias” y de un solo dios.  De esa forma, los que no creían ni estaban de acuerdo, hacían una especie de adhesión obligada y celebraban una cosa en nombre de otra para no ser castigados. No hay que olvidarse que la Iglesia fue coercitiva y poco contemplativa a la hora de aplicar penas a quienes no acordaban con ellos. 
Lo hicieron con la Navidad, las Pascuas, la Cuaresma… todo tipo de evento religioso que conozcamos, tiene un origen en algún culto politeísta al que la Iglesia vistió de seda según su conveniencia.
Así es como pasó con Halloween, a la que se le cambió el día y el motivo.
Precisamente, ¿qué festejaban? El inicio de otro año y el final de una buena cosecha, de un año productivo. Con otro calendario, claro. ¿Y por qué disfrazarse? Para espantar a los malos espíritus ya que, por esa fecha, los celtas asumían que había contacto con el mundo de los muertos.
Con detalles que se deben haber esfumado con el paso del tiempo, el sentido de Halloween fue perdiéndose y cambiando. Aun en su arribo al Nuevo Mundo, cuando los inmigrantes la festejaban, fueron dejando atrás la tradición de la misma tierra que los expulsó. Años y años después, según vemos en la tv o por las redes sociales, Halloween se volvió una fiesta simpática, en la que grandes y niños se disfrazan –con trajes muy elaborados-, hacen reuniones, salen a la calle a cambiar trucos o caramelos, compran materiales alusivos, decoran sus casas, etc. Le pasó lo que le pasó a otras fiestas: el mercado la convirtió en un juguete más. En un motivo más de consumo que otra cosa.
Claramente, ya nadie festeja el año nuevo celta. Quizá, ya ni lo sepan las cuartas o quintas generaciones de norteamericanos. El devenir de la historia y la cultura llevaron la celebración a lo que conocemos ahora. Y el mundo globalizado, oh demonio, la trajo a Argentina. Como trajo San Patricio, los baby shower y el Oktoberfest. ¡Minuto! El Oktoberfest está bien porque lo celebran en Villa General Belgrano los hijos o nietos de alemanes. Y mucha gente viaja en charters solo a tomar cerveza. El Oktoberfest está bien y San Patricio, patrono irlandés, está mal. Está bien ir a tomar cerveza a Cordóba pero no al microcentro porteño.
Así es que, también, los españoles trajeron la religión católica –oficial de nuestro país según la Constitución- y fue una imposición cultural como otras imposiciones que se dieron a lo largo de la historia de la humanidad.  Y los festejos religiosos también fueron alterándose al ritmo del mercado. Cualquier abuela podrá decirnos que, en su niñez, no se regalaba nada en Navidad. Que se iba a Misa de Gallo, que se cocinaba todo en las casas, casi días enteros; que no había árbol, sólo pesebre. No se brindaba a las 12 ni se usaban los fuegos artificiales. Esas costumbres se usaban en Año Nuevo, para celebrar el cambio de ciclo.
Pero claro, no cuestionamos la llegada de Papá Noel, personaje nórdico que vestía como una especie de gnomo grande y andaba en trineo. ¿Trineo en Argentina? A lo sumo, en el sur. ¿Renos?
Con los años, la empresa Coca-Cola, para una Navidad, vistió a este abuelito mundialmente conocido de rojo y blanco, los colores de la marca. Y fue algo que perduró y se extendió de tal forma, que no conocemos a Papá Noel vestido de otra manera. Y le contamos a los niños que entra por una chimenea y deja los regalos. ¡Momento! En alguna fiesta navideña se insertaron los regalos que sólo se reservaban para el Día de Reyes. Y, también, el arbolito nevado. Y la decoración y la fiebre por los regalos. Entonces, llegamos a fin de noviembre y las avenidas y centros comerciales empiezan a vestirse de rojo, verde y blanco, colores re veraniegos.  Y vemos renos, noeles, guirnaldas, borlas, arbolitos nevados de plástico, lucecitas, tarjetas con sonidos, tazas, manteles, platos…todo inundado del espíritu navideño …del norte.  Y compramos turrones, pan dulce y  frutas secas: toda comida hiper calórica para los más de 30°C que suele hacer el 24/12 a la noche. Y cuando llegan las 12, corremos a repartirnos los paquetes de los regalos que compramos con los descuentos de las tarjetas. Y así, todos los años, salvo que hayamos nacido en un hogar no cristiano.
Por humilde que sea la casa, hay una reunión que evoca al Dios Sol, mezcladito con Jesús.
Pero no lo cuestionamos. Nos detenemos a decir que Halloween está mal. Molesta la más la calabaza con luz que el Papa Noel cocacolero. Entonces, salen con el discurso de las fiestas originarias. Y eso es tan relativo, en un país como el nuestro formado por inmigrantes de diversos países, que carece de sentido la contraofensiva nuestroamericana. Es decir, sí, los primeros pobladores de esta tierra fueron indígenas. Que también eran politeístas y veneraban a la Pachamama, por sobre todas las cosas. Todo lindo con ir al Carnaval en el Noroeste y adorar a la madre tierra si después venís y tirás la basura en el piso. Si no cuidás el agua, la luz, el gas y el medio ambiente que te rodea. Todo un esnobismo mezclado con nacionalismo berreta en pos de rescatar las tradiciones, “lo nuestro”. El progresismo protector de tradiciones, una contradicción arriba de la otra.
Estamos en un mundo globalizado y el acceso a la información de lo que pasa en otras partes del planeta genera importación y exportación de actividades culturales, festividades, modas, ropa, comidas, bebidas, modos de trabajo…es difícil evitar que se difundan. Llegan cosas muy interesantes como otras que no. Y de la misma forma, las exportamos, como al actual Papa, jefe de Estado del Vaticano. ¿Acaso no llenó el de tradiciones impensadas a la Iglesia, andando en un autito modesto y tomando mate?

19 de agosto de 2014

Hagamos una vaquita


No puedo –ni quiero- evitar la indignación que me genera que médicos y familiares de pacientes estén juntando dinero para comprar un equipo de primera necesidad para un hospital público.

Un resonador. Un equipo carísimo que sirve para detección de enfermedades graves y otras no tanto. Es una herramienta fundamental en la medicina actual, no debería faltar en hospitales de ciertas dimensiones.

El Hospital General Interzonal de Agudos especializado en pediatría “Sor María Ludovica” no es una salita de primeros auxilios. Es el hospital de niños más grande la Provincia de Buenos Aires. Tiene todo tipo de especialidades. Atienden a gente de bajos, medios y altos recursos. Atiende a platenses y a “foráneos”. Es una institución grandísima, frente al Parque Saavedra, con una edificación muy vieja y un área nueva para consultorios externos que, según me comentó una médica de allí, es casi cartón pintado.

No me canso de repetir lo agradecida que estoy por haber pasado por allí. Me atendí entre el ’95 y el 2001, cuando mi queridísima endocrinóloga me dijo que yo ya estaba grande para ir a su consultorio. Irma se jubiló ahí. Sabía a la perfección quienes éramos sus pacientes, de donde veníamos, cual era  nuestra situación en casa. No se le pasaba un dato. Una laburante, una profesional como pocas. Su amor por la medicina y la docencia superaba las desavenencias del subsuelo en el que atendía. Y no era ella sola: firme como rulo de estatua estaba Hilda. Una enfermera muy particular. Ella nos tomaba la glucemia antes de que pasáramos al consultorio. Tengo grabados en mi memoria muchos recuerdos del “hospi”. Los desayunos en el bar de planta baja, las largas esperas en el subsuelo, los pasillos, las familias que veía, los ascensores antiguos, el laboratorio. Todo, todo, sin pagar un solo centavo por la atención brindada.

También pasé por traumatología por un tema menor que había descubierto un pediatra de La Costa. Él, platense, le dijo a mi mamá: “ya que vas al Ludovica, hacela ver allá: es la mosca blanca de los hospitales de la provincia”. Ni más ni menos, dijo eso.

No sólo yo tuve la suerte de tener todo eso, sino que  a una compañera de la primaria, a los 6 años, le descubrieron cáncer. Y fue allá, porque en San Clemente le dieron un diagnóstico errado y, por esas cosas, sus padres la llevaron a La Plata. Ellos, como nosotros, eran muchos de familia y con muchos problemas económicos. Allí la atendieron, la cuidaron y la curaron. Y la siguieron controlando todo lo necesario hasta que, también, “la echaron por vieja”.

Con el paso de los años y de los campamentos para chicos con diabetes,  conocí a muchos pacientitos. Gran parte de ellos, con deficiencias socioeconómicas. De ambientes hostiles, padres analfabetos, ausentes, laburantes, presentes, acomodados, de La Plata, del interior de la provincia…a todos, las médicas los invitaban a venir. No conocí un lugar que emparejara más que ese Hospital. Con mayúscula, porque lo que hacen es de tamaña importancia. Con mínimos recursos, laburan.

Si a mí me piden colaboración con el Ludovica, colaboro. Porque agradezco profundamente todo lo que me dieron. Pero no puedo evitar pensar que millones de bonaerenses pagan sus impuestos y que, luego, deban pagar un resonador, cuando el dinero para tal compra debiera salir de las arcas provinciales.

El Director Ejecutivo de la Agencia de Recaudación de Buenos Aires largó, hace unos meses, un “Plan de Inclusión Tributaria” el cual constaba de un plan de pagos con importantes quitas en los intereses de las deudas de los impuestos provinciales. El plan sigue existiendo con menos beneficios, actualmente. ¿Cuál será el concepto de inclusión tributaria si el dinero de los contribuyentes termina en campañas políticas millonarias y no en la mejora de escuelas, hospitales, rutas y otras cuestiones que corresponden al Estado?

¿A quién se incluye y a dónde?

Pienso en las miles de familias que asisten a La Plata en busca de una solución, una cura, una respuesta. ¿Dónde se hacen resonancias quienes no tienen obra social? ¿Tienen que ir de un centro de salud a otro en una peregrinación?

Es tan desesperante saber que hace 6 años aguardan por el equipo y que, como si fuera una colecta para un viaje de egresados,  tienen que armar un grupo en Facebook y que, por ello, ahora es noticia la situación del hospital, que no encuentro palabras para describir la desidia y el abandono en el que incurren tanto Daniel Scioli como Alejandro Collia, Ministro de Salud provincial- quien en su cuenta de Twitter siempre comenta las acciones territoriales que hacen desde su dependencia-.

Es probable que, en tiempos de campaña, aparezca el equipo. Es probable que, por ello, hagan un acto hermoso y solemne, junto con las autoridades del Hospital. Y que muchos niños se beneficien con la adquisición. Pero lo más probable es que todo este reclamo, en un tiempo no muy largo, caiga en el olvido y que otro centro de salud necesite equipamiento moderno y la rueda empiece a girar de nuevo.

9 de febrero de 2014

Confieso que he comprado


                                                                                            "..caen sobre mi
                                                                                                                      las cadenas de supermercados
                                                                                                                      'Compre más barato'                                                                                                                                                   ¡Garantizado!..."                              
                                                                                                                                                                                                                                                                                          
                                                                                                                       



“No sé si tengo ganas de pasar hambre para pedir un digno aumento de sueldo” pensé  el otro día, luego de que la Presidente le dijera al dirigente sindical Antonio Caló, que no creía que en Argentina, algún trabajador pasara hambre.
Sinceramente, no entiendo la razón por la cual tendríamos que esperar a llegar a una situación extrema para que nos tengan en cuenta a la hora de las paritarias y los arreglos salariales correspondientes.
Cada vez que dicen “aumento salarial” un liquidador de sueldos se retuerce y piensa: “es un ajuste por inflación”. Aumento, lo que se dice aumento en términos de premio a la productividad, no hay hace unos años.
El final de 2013 y el principio de este se vio minado de mensajes que no hacen otra cosa que mostrarnos cuan gastado está nuestro ingreso y cuan poco nos ayudan nuestros representantes gremiales y nuestros representantes políticos.
Pasamos de ser avaros por querer ahorrar un mango a escuchar que, en algunos casos, es virtuoso. Ya no entiendo nada más.
Pero algo, muy poco, entiendo: como ciudadanos estamos orinando fuera del recipiente.
La suba de precios es innegable. Habría que rayar con lo necio o lo estúpido para decir que las cosas no aumentan. Desde lo de primera necesidad hasta lo suntuario, todo ha tenido leves –o no tan leves- incrementos en el  precio final, ese que nos llega a nuestras manos. Ese número que, cuando lo oímos, preguntamos si podemos abonar con tarjeta de crédito o débito o si hay algún tipo de descuento si pagamos en efectivo.
Como respuesta de la “sociedad civil y no política” surgió un “apagón de consumo” que incitaba a que ayer no fuéramos a comprar nada a las grandes cadenas de supermercado,  poniéndonos a los consumidores como los He-Man de la cruzada anti inflacionaria, con una espada de Grayskull que nos daba el poder de bajar los precios desorbitantes que hay en las góndolas.
En primera instancia suena seductor: siempre queremos tener el poder de algo. Y tener el control sobre Alfredo Coto, que dice que nos conoce, sería un gol de media cancha.
En un pensamiento estrictamente microeconómico, con una economía de libre mercado puro, funcionaría perfecto: baja la demanda, sube la oferta= baja el precio. La mano invisible de Adam Smith nos palmearía la espalda felicitándonos por la organización y, ¡shazam! La leche la pagas más barata.
El error primitivo es este: creer que todo se remite al laissez faire. Al mercado autorregulado. Podría creerlo, sí, con comercios pequeños. Pero las cadenas de supermercados, ligadas a las grandes corporaciones alimenticias, no funcionan así. Son monstruos –en el amplio sentido de la palabra- que todo lo abarcan y que mucho aprietan. Todo está medido y contemplado. Hasta un día de paro de consumidores.  Un día que no le compremos a Juan Carrefour, Pedro Molinos no quiebra.
Tienen todo, como decía el Chapulín Colorado, fríamente calculado y no contamos con su astucia. Un ejemplo pequeño es que, el jueves por la tarde, el Banco de la Provincia de Buenos Aires, a través de su lista de mailing, informó a clientes que el sábado 8 y domingo 9, habría 20% de descuento en las compras realizadas con tarjeta de crédito en Coto. Y entre tanto precio aumentado y aunque sepamos que el día anterior nos remarcan todo, al supermercado vamos el día que tenemos descuento con la tarjeta.
No estoy en contra de que, como consumidores, seamos más responsables. Al contrario: soy de las que repiten la famosa frase “caminen, chicas, caminen” y que no compran un producto si considero que el precio no se relaciona con el artículo. Y, también, considero que hay otros sitios donde comprar como el casi extinto almacén de barrio, los mercados de economía solidaria, los mercados de alimentos orgánicos, pequeños emprendimientos, etc. Pero hay algo que también es cierto: son sistemas que no alcanzan a competir con los gigantes de la industria y no alcanzarían a abastecer las necesidades de todos.
Pero todo eso no me tapa los ojos, ni me endulza el oído: la inflación es eso y un montón de variables macroeconómicas, que un experto podría explicar mil veces mejor que lo que alcanzo a entender. No tenemos que dejarnos llevar por el discurso oficial que, encima, transa con las empresas y nos carga de culpa/responsabilidad a nosotros por querer comer.
Lo más sencillo y palpable que podemos ver es de libro: el aumento astronómico de la emisión monetaria. Basta mirar por qué serie vamos del billete de 100 pesos.  Como con las patentes, no sé qué va a pasar cuando se les acabe el abecedario. Ni qué se les va a ocurrir, porque esta gente está más para un match de impro en “El Bululú” que para dirigir un país.
Por las dudas, por si hay algún caído/a/x/e/@ del catre, de la emisión de moneda se encarga el Banco Central, no de la impresión de los billetes - de eso es de lo que tiene que hablar el Vicepresidente en estos días-, sino de autorizar a la maquinita a sacar papeles como churros en Mar del Plata.
Hay que decirlo: nuestro Estado interviene en la economía -Cuando le conviene-.
Por eso, cuando el Secretario de Comercio Interior era Guillermo Moreno, los empresarios “se portaban bien”-no lo reivindico, sólo que desconozco la labor de quien lo reemplaza-. Porque es esa Secretaría la que autoriza precios, transacciones, importaciones de insumos, etc. Es decir: los sobreprecios no se dan por obra y gracia del malvado empresario. Pero si van a hacer acuerdos, que los hagan de verdad.
Primero acordaron precios. Nos cansamos de ver como en las góndolas de los supermercados había faltante de montones de artículos que estaban en el listado. Dijeron que iban a sacar a sus patrullas militantes a controlar. Con o sin control, faltaban las cosas. La culpa fue del chancho y del que le dio de comer, sin dudas.
Ahora, tenemos los precios cuidados. Más me suenan al famoso “desnudo cuidado” del que hablan las artistas cuando se atreven a mostrar una teta en un escenario.
Los precios cuidados ¿de quien? ¿Para quien?
Porque sigue pasando lo mismo: hay desabastecimiento intencional.  No sé si por parte del dueño del supermercado o de la empresa distribuidora o de la productora. No se encuentran artículos y punto. Y nos proponen a nosotros a que salgamos a controlar. Disculpen, pero no puedo. O no quiero.  Porque pretendo que dejen la opereta de lado y se pongan a trabajar en serio. Que dejen de hacernos sentir como unos estafados constantes.  Se victimizan. Es genial: ellos hacen vida de jeques y son las víctimas de estos “golpistas”. Hay que ser iluso para no darse cuenta que las relaciones entre ciertos sectores del poder económico y el gobierno están más que bien pero que no nos favorecen.
Es notorio como, cuando hablan de corporaciones (con connotación negativa), se refieren a ciertos monopolios de medios y, ahora, a las cadenas de supermercados. Pero  de los otros peces gordos mejor ni hablar. Porque los pesos pesados de la industria alimenticia están excluidos de la discusión. Lo mismo los laboratorios, porque nadie habló de hacer un paro de pacientes y no consumir medicamentos cuyo precio aumentó un 25% -Aclaro que es una exageración mi propuesta, pero quiero resaltar como “las corporaciones” son unas pocas. Las demás, están bendecidas-.
La nafta aumentó y Shell quiere voltear al gobierno. También, Oil e YPF aumentaron. Pero lógico, ¿como esas dos empresas van a querer desestabilizar al gobierno? Entonces aparece el que se hace llamar marxista y autoriza un 6% en el incremento para todos y todas los y las petroleros y petroleras.  No discuto la intervención en el freno a los aumentos. Discuto el modus operandi. La medida y el discurso para la gilada.
Discuto que fomentaron por años el consumo irrestricto de autos y tecnología, causando un severo impacto ambiental. Discuto que fomentaron el consumo per se. Se llenan la boca diciendo que la sociedad estadounidense es consumista, pero mandan a sus hijos a estudiar afuera y te habilitan una tv en 50 cuotas.  Y ahora, es tan malo consumir, que toman medidas que se contradicen.  El Jefe de Gabinete nos llama avaros y el presidente del BCRA, aumenta las tasas de interés de los plazos fijos.  Cualesquiera sea, todo apunta a bajar el consumo. Pero hasta el de productos de primera necesidad. Nunca se propuso quitar el IVA a ciertos artículos: ¿mirá si van a ser  tan revolucionarios?
Entonces, ante la incertidumbre, a lo único que me queda apelar es al buen sentido crítico. Está bien que tomemos una de las riendas de la situación, pero sería bueno si las tomásemos todas y exigiéramos a quien nos vende, que baje el precio y a quien debe velar por nuestro bienestar, que lo haga.