Cromañón fue un antes y un después. Nunca estuve ahí, pero tenía 19 años
cuando pasó lo que pasó. Y si no estuviste ahí podías tener a un amigo o
a una amiga de una amiga que fue al recital. No era tan lejano, para
algunos, la existencia de ese lugar. Pero Cromañón nos cambió a todos
los que salíamos desde hacía ya unos años y empezamos a reparar en cosas
como la puerta de emergencia, la seguridad de los boliches, el uso de
pirotecnia en recitales: ya no era igual. Pasamos de
la inconsciencia alegre a la conciencia de saber que nunca falta un
boludo que haga una cagada y un hijo de puta que transe con las
autoridades y, a su vez, quienes debían velar por nuestra seguridad,
dormían tranquilos en sus casas luego de cobrar una cometa. Una linda y
gorda cometa que se repartía en un sinfín de funcionarios corruptos.
Funcionarios son todos: policía, inspectores, oficinas...todo el aparato
de la burocracia se cagó en nosotros y en nuestros viejos. Pero en los
que más se cagó fue en las 194 víctimas y en sus familias: 10 años
después, pasar por Once no es sólo un desvío del colectivo. Es la escena
de un crimen que nos marcó profundamente. Un crimen que puso toda su
fuerza en una sola persona, Omar Chabán. Tan responsable como los demás,
fue el único preso. Delirante y enfermo, este año murió en un hospital.
Cargó con su responsabilidad y negligencia. Y la de cientos de
culpables que lo usaron como chivo expiatorio y ahí andan, seguramente,
haciendo vida de familia o postulándose para algún cargo político. Así
las cosas, la justicia no llegó nunca. En el camino, algunos se
cansaron, otros guardaron el recuerdo férreo de la persona que
perdieron, otros se deprimieron...y algunos siguen luchando por una
justicia que vé por debajo del pañuelo de la imparcialidad.
No me
olvido del 31/12/04, en La Costa, que con duelo nacional mediante, los
boliches abrieron. Yo salí con culpa. Seguramente, fui a Duendes. Pero
no podía sacarme de la cabeza que no correspondía estar ahi. Que nadie
debía abrir, pero claro, era Año Nuevo y se salía o se salía. Tengo
muchas imágenes grabadas. Tengo memoria y por eso, así como lo reclamo
para otras causas, recuerdo: NI OLVIDO NI PERDÓN PARA LOS CULPABLES DE
CROMAÑÓN.
Bienvenidos a un espacio de reflexiones personales sobre lo que pasa un poco más allá de mis ojos
30 de diciembre de 2014
30 de octubre de 2014
Cacería de brujas (foráneas)
Hace un tiempo, cada vez que se acerca el 31 de octubre, las
calles de Buenos Aires y otras ciudades
o pueblos del interior empiezan a llenarse de merchandising temático sobre
Halloween. Calabazas plásticas que emulan esas que nunca vemos en las verdulerías,
monstruitos, telas negras y violetas, arañas y bichos, caramelos “especiales”:
en todos lados hay, al menos, alguno de esos artículos.
Y cada vez que empiezan a poblar las veredas porteñas, viene
la discusión sobre la fiesta importada.
“Es una fiesta yanqui” se suele escuchar. Más allá de la
falacia, no veo porqué desestimar todo lo que proviene del norte del continente
con ese tinte nacionalista ridículo. Como si acá no hubieran calado hondo el
grunge, las sitcoms, el hip-hop y la Coca Cola. Esa sería otra discusión con la
que me desviaría del punto al que quiero llegar.
Halloween es una festividad celta. La cultura celta,
milenaria, no desapareció del todo en los lugares en los que se la hubiera
llamado “originaria”. Tanto en las fiestas típicas de Galicia, España, del Reino Unido o de Irlanda, hay sonidos,
alimentación y estética que resistieron el paso del tiempo, las guerras, las
conquistas y las derrotas.
El término Halloween podría ser una deformación de la
expresión “All hallows’ Eve” (en castellano: Día de Todos los Santos). Oh, ¡qué
casualidad! La fiesta celta es el 31/10 del calendario gregoriano. Y el Día de
Todos los Santos, festividad católica caída casi en desuso en algunos países,
es el 01/11.
Pues no, no es una casualidad. La mayoría de las
festividades religiosas de la Iglesia Católica (y de algunos otros cultos que
se desprendieron de la misma) provienen de prácticas paganas. No es una
novedad, pero no está de más recordarlo. La fecha por excelencia, la Navidad, es
el 25 de diciembre, tercer día posterior al solsticio de verano. Día en el que
los romanos veneraban al Dios Sol en su templo. La Iglesia, que ya no sabía cómo
conseguir adeptos y feligreses y, además, dominar y ganar el pensamiento
mágico, con el lema “si no puedes vencerlos, únete a ellos”, comenzó a
disfrazar las fiestas paganas hasta llevarlas a fiestas “propias” y de un solo
dios. De esa forma, los que no creían ni
estaban de acuerdo, hacían una especie de adhesión obligada y celebraban una
cosa en nombre de otra para no ser castigados. No hay que olvidarse que la
Iglesia fue coercitiva y poco contemplativa a la hora de aplicar penas a
quienes no acordaban con ellos.
Lo hicieron con la Navidad, las Pascuas, la Cuaresma… todo
tipo de evento religioso que conozcamos, tiene un origen en algún culto politeísta
al que la Iglesia vistió de seda según su conveniencia.
Así es como pasó con Halloween, a la que se le cambió el día
y el motivo.
Precisamente, ¿qué festejaban? El inicio de otro año y el
final de una buena cosecha, de un año productivo. Con otro calendario, claro.
¿Y por qué disfrazarse? Para espantar a los malos espíritus ya que, por esa
fecha, los celtas asumían que había contacto con el mundo de los muertos.
Con detalles que se deben haber esfumado con el paso del
tiempo, el sentido de Halloween fue perdiéndose y cambiando. Aun en su arribo
al Nuevo Mundo, cuando los inmigrantes la festejaban, fueron dejando atrás la
tradición de la misma tierra que los expulsó. Años y años después, según vemos
en la tv o por las redes sociales, Halloween se volvió una fiesta simpática, en
la que grandes y niños se disfrazan –con trajes muy elaborados-, hacen
reuniones, salen a la calle a cambiar trucos o caramelos, compran materiales
alusivos, decoran sus casas, etc. Le pasó lo que le pasó a otras fiestas: el
mercado la convirtió en un juguete más. En un motivo más de consumo que otra
cosa.
Claramente, ya nadie festeja el año nuevo celta. Quizá, ya
ni lo sepan las cuartas o quintas generaciones de norteamericanos. El devenir
de la historia y la cultura llevaron la celebración a lo que conocemos ahora. Y
el mundo globalizado, oh demonio, la trajo a Argentina. Como trajo San
Patricio, los baby shower y el Oktoberfest. ¡Minuto! El Oktoberfest está bien
porque lo celebran en Villa General Belgrano los hijos o nietos de alemanes. Y
mucha gente viaja en charters solo a tomar cerveza. El Oktoberfest está bien y
San Patricio, patrono irlandés, está mal. Está bien ir a tomar cerveza a
Cordóba pero no al microcentro porteño.
Así es que, también, los españoles trajeron la religión
católica –oficial de nuestro país según la Constitución- y fue una imposición
cultural como otras imposiciones que se dieron a lo largo de la historia de la
humanidad. Y los festejos religiosos
también fueron alterándose al ritmo del mercado. Cualquier abuela podrá decirnos
que, en su niñez, no se regalaba nada en Navidad. Que se iba a Misa de Gallo,
que se cocinaba todo en las casas, casi días enteros; que no había árbol, sólo
pesebre. No se brindaba a las 12 ni se usaban los fuegos artificiales. Esas
costumbres se usaban en Año Nuevo, para celebrar el cambio de ciclo.
Pero claro, no cuestionamos la llegada de Papá Noel,
personaje nórdico que vestía como una especie de gnomo grande y andaba en
trineo. ¿Trineo en Argentina? A lo sumo, en el sur. ¿Renos?
Con los años, la empresa Coca-Cola, para una Navidad, vistió
a este abuelito mundialmente conocido de rojo y blanco, los colores de la
marca. Y fue algo que perduró y se extendió de tal forma, que no conocemos a
Papá Noel vestido de otra manera. Y le contamos a los niños que entra por una
chimenea y deja los regalos. ¡Momento! En alguna fiesta navideña se insertaron
los regalos que sólo se reservaban para el Día de Reyes. Y, también, el
arbolito nevado. Y la decoración y la fiebre por los regalos. Entonces,
llegamos a fin de noviembre y las avenidas y centros comerciales empiezan a
vestirse de rojo, verde y blanco, colores re veraniegos. Y vemos renos, noeles, guirnaldas, borlas,
arbolitos nevados de plástico, lucecitas, tarjetas con sonidos, tazas,
manteles, platos…todo inundado del espíritu navideño …del norte. Y compramos turrones, pan dulce y frutas secas: toda comida hiper calórica para
los más de 30°C que suele hacer el 24/12 a la noche. Y cuando llegan las 12,
corremos a repartirnos los paquetes de los regalos que compramos con los descuentos
de las tarjetas. Y así, todos los años, salvo que hayamos nacido en un hogar no
cristiano.
Por humilde que sea la casa, hay una reunión que evoca al
Dios Sol, mezcladito con Jesús.
Pero no lo cuestionamos. Nos detenemos a decir que Halloween
está mal. Molesta la más la calabaza con luz que el Papa Noel cocacolero.
Entonces, salen con el discurso de las fiestas originarias. Y eso es tan
relativo, en un país como el nuestro formado por inmigrantes de diversos países,
que carece de sentido la contraofensiva nuestroamericana. Es decir, sí, los
primeros pobladores de esta tierra fueron indígenas. Que también eran
politeístas y veneraban a la Pachamama, por sobre todas las cosas. Todo lindo
con ir al Carnaval en el Noroeste y adorar a la madre tierra si después venís
y tirás la basura en el piso. Si no cuidás el agua, la luz, el gas y el medio
ambiente que te rodea. Todo un esnobismo mezclado con nacionalismo berreta en
pos de rescatar las tradiciones, “lo nuestro”. El progresismo protector de
tradiciones, una contradicción arriba de la otra.
Estamos en un mundo globalizado y el acceso a la información
de lo que pasa en otras partes del planeta genera importación y exportación de
actividades culturales, festividades, modas, ropa, comidas, bebidas, modos de
trabajo…es difícil evitar que se difundan. Llegan cosas muy interesantes como
otras que no. Y de la misma forma, las exportamos, como al actual Papa, jefe de
Estado del Vaticano. ¿Acaso no llenó el de tradiciones impensadas a la Iglesia,
andando en un autito modesto y tomando mate?
19 de agosto de 2014
Hagamos una vaquita
No puedo –ni quiero- evitar la indignación que me genera que
médicos y familiares de pacientes estén juntando dinero para comprar un equipo
de primera necesidad para un hospital público.
Un resonador. Un equipo carísimo que sirve para detección de
enfermedades graves y otras no tanto. Es una herramienta fundamental en la
medicina actual, no debería faltar en hospitales de ciertas dimensiones.
El Hospital General Interzonal de Agudos especializado en
pediatría “Sor María Ludovica” no es una salita de primeros auxilios. Es el
hospital de niños más grande la Provincia de Buenos Aires. Tiene todo tipo de
especialidades. Atienden a gente de bajos, medios y altos recursos. Atiende a
platenses y a “foráneos”. Es una institución grandísima, frente al Parque
Saavedra, con una edificación muy vieja y un área nueva para consultorios
externos que, según me comentó una médica de allí, es casi cartón pintado.
No me canso de repetir lo agradecida que estoy por haber
pasado por allí. Me atendí entre el ’95 y el 2001, cuando mi queridísima
endocrinóloga me dijo que yo ya estaba grande para ir a su consultorio. Irma se
jubiló ahí. Sabía a la perfección quienes éramos sus pacientes, de donde
veníamos, cual era nuestra situación en
casa. No se le pasaba un dato. Una laburante, una profesional como pocas. Su
amor por la medicina y la docencia superaba las desavenencias del subsuelo en
el que atendía. Y no era ella sola: firme como rulo de estatua estaba Hilda.
Una enfermera muy particular. Ella nos tomaba la glucemia antes de que
pasáramos al consultorio. Tengo grabados en mi memoria muchos recuerdos del “hospi”.
Los desayunos en el bar de planta baja, las largas esperas en el subsuelo, los
pasillos, las familias que veía, los ascensores antiguos, el laboratorio. Todo,
todo, sin pagar un solo centavo por la atención brindada.
También pasé por traumatología por un tema menor que había
descubierto un pediatra de La Costa. Él, platense, le dijo a mi mamá: “ya que
vas al Ludovica, hacela ver allá: es la mosca blanca de los hospitales de la
provincia”. Ni más ni menos, dijo eso.
No sólo yo tuve la suerte de tener todo eso, sino que a una compañera de la primaria, a los 6 años, le
descubrieron cáncer. Y fue allá, porque en San Clemente le dieron un
diagnóstico errado y, por esas cosas, sus padres la llevaron a La Plata. Ellos,
como nosotros, eran muchos de familia y con muchos problemas económicos. Allí
la atendieron, la cuidaron y la curaron. Y la siguieron controlando todo lo
necesario hasta que, también, “la echaron por vieja”.
Con el paso de los años y de los campamentos para chicos con
diabetes, conocí a muchos pacientitos.
Gran parte de ellos, con deficiencias socioeconómicas. De ambientes hostiles,
padres analfabetos, ausentes, laburantes, presentes, acomodados, de La Plata,
del interior de la provincia…a todos, las médicas los invitaban a venir. No
conocí un lugar que emparejara más que ese Hospital. Con mayúscula, porque lo
que hacen es de tamaña importancia. Con mínimos recursos, laburan.
Si a mí me piden colaboración con el Ludovica, colaboro.
Porque agradezco profundamente todo lo que me dieron. Pero no puedo evitar
pensar que millones de bonaerenses pagan sus impuestos y que, luego, deban
pagar un resonador, cuando el dinero para tal compra debiera salir de las arcas
provinciales.
El Director Ejecutivo de la Agencia de Recaudación de Buenos
Aires largó, hace unos meses, un “Plan de Inclusión Tributaria” el cual
constaba de un plan de pagos con importantes quitas en los intereses de las
deudas de los impuestos provinciales. El plan sigue existiendo con menos
beneficios, actualmente. ¿Cuál será el concepto de inclusión tributaria si el
dinero de los contribuyentes termina en campañas políticas millonarias y no en
la mejora de escuelas, hospitales, rutas y otras cuestiones que corresponden al
Estado?
¿A quién se incluye y a dónde?
Pienso en las miles de familias que asisten a La Plata en
busca de una solución, una cura, una respuesta. ¿Dónde se hacen resonancias
quienes no tienen obra social? ¿Tienen que ir de un centro de salud a otro en
una peregrinación?
Es tan desesperante saber que hace 6 años aguardan por el
equipo y que, como si fuera una colecta para un viaje de egresados, tienen que armar un grupo en Facebook y que,
por ello, ahora es noticia la situación del hospital, que no encuentro palabras
para describir la desidia y el abandono en el que incurren tanto Daniel Scioli
como Alejandro Collia, Ministro de Salud provincial- quien en su cuenta de
Twitter siempre comenta las acciones territoriales que hacen desde su
dependencia-.
Es probable que, en tiempos de campaña, aparezca el equipo.
Es probable que, por ello, hagan un acto hermoso y solemne, junto con las
autoridades del Hospital. Y que muchos niños se beneficien con la adquisición.
Pero lo más probable es que todo este reclamo, en un tiempo no muy largo, caiga
en el olvido y que otro centro de salud necesite equipamiento moderno y la
rueda empiece a girar de nuevo.
9 de febrero de 2014
Confieso que he comprado
"..caen sobre mi
las cadenas de supermercados
'Compre más barato' ¡Garantizado!..."
las cadenas de supermercados
'Compre más barato' ¡Garantizado!..."
“No sé si tengo ganas de pasar hambre para pedir un digno
aumento de sueldo” pensé el otro día,
luego de que la Presidente le dijera al dirigente sindical Antonio Caló, que no
creía que en Argentina, algún trabajador pasara hambre.
Sinceramente, no entiendo la razón por la cual tendríamos
que esperar a llegar a una situación extrema para que nos tengan en cuenta a la
hora de las paritarias y los arreglos salariales correspondientes.
Cada vez que dicen “aumento salarial” un liquidador de
sueldos se retuerce y piensa: “es un ajuste por inflación”. Aumento, lo que se
dice aumento en términos de premio a la productividad, no hay hace unos años.
El final de 2013 y el principio de este se vio minado de
mensajes que no hacen otra cosa que mostrarnos cuan gastado está nuestro
ingreso y cuan poco nos ayudan nuestros representantes gremiales y nuestros representantes
políticos.
Pasamos de ser avaros por querer ahorrar un mango a escuchar
que, en algunos casos, es virtuoso. Ya no entiendo nada más.
Pero algo, muy poco, entiendo: como ciudadanos estamos
orinando fuera del recipiente.
La suba de precios es innegable. Habría que rayar con lo
necio o lo estúpido para decir que las cosas no aumentan. Desde lo de primera
necesidad hasta lo suntuario, todo ha tenido leves –o no tan leves- incrementos
en el precio final, ese que nos llega a
nuestras manos. Ese número que, cuando lo oímos, preguntamos si podemos abonar
con tarjeta de crédito o débito o si hay algún tipo de descuento si pagamos en
efectivo.
Como respuesta de la “sociedad civil y no política” surgió
un “apagón de consumo” que incitaba a que ayer no fuéramos a comprar nada a las
grandes cadenas de supermercado,
poniéndonos a los consumidores como los He-Man de la cruzada anti
inflacionaria, con una espada de Grayskull que nos daba el poder de bajar los
precios desorbitantes que hay en las góndolas.
En primera instancia suena seductor: siempre queremos tener
el poder de algo. Y tener el control sobre Alfredo Coto, que dice que nos
conoce, sería un gol de media cancha.
En un pensamiento estrictamente microeconómico, con una
economía de libre mercado puro, funcionaría perfecto: baja la demanda, sube la
oferta= baja el precio. La mano invisible de Adam Smith nos palmearía la
espalda felicitándonos por la organización y, ¡shazam! La leche la pagas más
barata.
El error primitivo es este: creer que todo se remite al
laissez faire. Al mercado autorregulado. Podría creerlo, sí, con comercios
pequeños. Pero las cadenas de supermercados, ligadas a las grandes
corporaciones alimenticias, no funcionan así. Son monstruos –en el amplio
sentido de la palabra- que todo lo abarcan y que mucho aprietan. Todo está
medido y contemplado. Hasta un día de paro de consumidores. Un día que no le compremos a Juan Carrefour,
Pedro Molinos no quiebra.
Tienen todo, como decía el Chapulín Colorado, fríamente
calculado y no contamos con su astucia. Un ejemplo pequeño es que, el jueves
por la tarde, el Banco de la Provincia de Buenos Aires, a través de su lista de
mailing, informó a clientes que el sábado 8 y domingo 9, habría 20% de
descuento en las compras realizadas con tarjeta de crédito en Coto. Y entre
tanto precio aumentado y aunque sepamos que el día anterior nos remarcan todo,
al supermercado vamos el día que tenemos descuento con la tarjeta.
No estoy en contra de que, como consumidores, seamos más responsables.
Al contrario: soy de las que repiten la famosa frase “caminen, chicas, caminen”
y que no compran un producto si considero que el precio no se relaciona con el
artículo. Y, también, considero que hay otros sitios donde comprar como el casi
extinto almacén de barrio, los mercados de economía solidaria, los mercados de
alimentos orgánicos, pequeños emprendimientos, etc. Pero hay algo que también
es cierto: son sistemas que no alcanzan a competir con los gigantes de la industria
y no alcanzarían a abastecer las necesidades de todos.
Pero todo eso no me tapa los ojos, ni me endulza el oído: la
inflación es eso y un montón de variables macroeconómicas, que un experto
podría explicar mil veces mejor que lo que alcanzo a entender. No tenemos que
dejarnos llevar por el discurso oficial que, encima, transa con las empresas y
nos carga de culpa/responsabilidad a nosotros por querer comer.
Lo más sencillo y palpable que podemos ver es de libro: el
aumento astronómico de la emisión monetaria. Basta mirar por qué serie vamos
del billete de 100 pesos. Como con las
patentes, no sé qué va a pasar cuando se les acabe el abecedario. Ni qué se les
va a ocurrir, porque esta gente está más para un match de impro en “El Bululú”
que para dirigir un país.
Por las dudas, por si hay algún caído/a/x/e/@ del catre, de
la emisión de moneda se encarga el Banco Central, no de la impresión de los
billetes - de eso es de lo que tiene que hablar el Vicepresidente en estos días-,
sino de autorizar a la maquinita a sacar papeles como churros en Mar del Plata.
Hay que decirlo: nuestro Estado interviene en la economía -Cuando
le conviene-.
Por eso, cuando el Secretario de Comercio Interior era
Guillermo Moreno, los empresarios “se portaban bien”-no lo reivindico, sólo que
desconozco la labor de quien lo reemplaza-. Porque es esa Secretaría la que
autoriza precios, transacciones, importaciones de insumos, etc. Es decir: los
sobreprecios no se dan por obra y gracia del malvado empresario. Pero si van a
hacer acuerdos, que los hagan de verdad.
Primero acordaron precios. Nos cansamos de ver como en las
góndolas de los supermercados había faltante de montones de artículos que
estaban en el listado. Dijeron que iban a sacar a sus patrullas militantes a
controlar. Con o sin control, faltaban las cosas. La culpa fue del chancho y
del que le dio de comer, sin dudas.
Ahora, tenemos los precios cuidados. Más me suenan al famoso
“desnudo cuidado” del que hablan las artistas cuando se atreven a mostrar una
teta en un escenario.
Los precios cuidados ¿de quien? ¿Para quien?
Porque sigue pasando lo mismo: hay desabastecimiento intencional. No sé si por parte del dueño del supermercado
o de la empresa distribuidora o de la productora. No se encuentran artículos y
punto. Y nos proponen a nosotros a que salgamos a controlar. Disculpen, pero no
puedo. O no quiero. Porque pretendo que
dejen la opereta de lado y se pongan a trabajar en serio. Que dejen de hacernos
sentir como unos estafados constantes.
Se victimizan. Es genial: ellos hacen vida de jeques y son las víctimas
de estos “golpistas”. Hay que ser iluso para no darse cuenta que las relaciones
entre ciertos sectores del poder económico y el gobierno están más que bien
pero que no nos favorecen.
Es notorio como, cuando hablan de corporaciones (con
connotación negativa), se refieren a ciertos monopolios de medios y, ahora, a las
cadenas de supermercados. Pero de los
otros peces gordos mejor ni hablar. Porque los pesos pesados de la industria
alimenticia están excluidos de la discusión. Lo mismo los laboratorios, porque
nadie habló de hacer un paro de pacientes y no consumir medicamentos cuyo
precio aumentó un 25% -Aclaro que es una exageración mi propuesta, pero quiero
resaltar como “las corporaciones” son unas pocas. Las demás, están bendecidas-.
La nafta aumentó y Shell quiere voltear al gobierno. También,
Oil e YPF aumentaron. Pero lógico, ¿como esas dos empresas van a querer
desestabilizar al gobierno? Entonces aparece el que se hace llamar marxista y
autoriza un 6% en el incremento para todos y todas los y las petroleros y
petroleras. No discuto la intervención
en el freno a los aumentos. Discuto el modus
operandi. La medida y el discurso para la gilada.
Discuto que fomentaron por años el consumo irrestricto de
autos y tecnología, causando un severo impacto ambiental. Discuto que
fomentaron el consumo per se. Se
llenan la boca diciendo que la sociedad estadounidense es consumista, pero
mandan a sus hijos a estudiar afuera y te habilitan una tv en 50 cuotas. Y ahora, es tan malo consumir, que toman
medidas que se contradicen. El Jefe de
Gabinete nos llama avaros y el presidente del BCRA, aumenta las tasas de
interés de los plazos fijos.
Cualesquiera sea, todo apunta a bajar el consumo. Pero hasta el de
productos de primera necesidad. Nunca se propuso quitar el IVA a ciertos
artículos: ¿mirá si van a ser tan
revolucionarios?
Entonces, ante la incertidumbre, a lo único que me queda
apelar es al buen sentido crítico. Está bien que tomemos una de las riendas de
la situación, pero sería bueno si las tomásemos todas y exigiéramos a quien nos
vende, que baje el precio y a quien debe velar por nuestro bienestar, que lo
haga.
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