Ernesto era el hermano mayor de Silvia, mi mejor amiga del
secundario. Nos conocimos ya ni sé cuándo, porque en el pueblo nos conocíamos
todos desde antes de nacer, más o menos. La vida en los lugares chicos es así:
nacés, crecés, te conocés con medio mundo, te casás, ni ahí te separás, tenés
hijos, envejecés, morís. Es un racconto rápido, sí, pero no menos cierto.
No recuerdo exactamente cuando me hice amiga de Silvia,
porque fuimos a primarios distintos, pero allá había un solo secundario y, a la
larga o a la corta, todos nos mezclábamos. Alguna tarde, seguro, pasé a
buscarla en bici y ahí estaba Ernesto, con su barrita de 4°año, haciéndose el
rana. “El capi”, como lo llamaban los muchachos, era un chanta de aquellos. Iba
al kiosko de la Elvi y siempre se iba con un Chester largo y una cajita de los
Addams que venían de a dos. Era obvio que la Elvi se los regalaba, porque
Alberto siempre le prometía alguna cosa que no iba a cumplir, pero ella le
creía. Aunque se hacia el fan de los Chester, cuando no había un mango, bien
que agarraba los Jockey cortos que había siempre en lo de Daniel. No me olvido
más: el padre de Daniel siempre tenía 2 atados de cigarrillos, fumaba por la
mitad uno y al rato, prendía otro.
Ernesto me parecía gracioso, pero no terminaba de
encontrarle el motivo real de su gracia. Siempre agarraba la guitarra y para
romper el hielo, arrancaba con “Para bailar la bamba se necesita una poca de
Martha…”. Yo revoleaba los ojos, pero en el fondo me reía. Me daba risa que se
esforzara por caerme bien y yo siempre pensé que era un tarado, pero ¿qué otra
cosa podía hacer más que divertirme con él? En el pueblo hay una suerte de
predestinación y tu familia siempre va a preferir que te cases con un boludo
conocido y te quedes viviendo ahí, a que termines el secundario y te vayas. Y
los noviazgos no es que empezaban a los 18, sino que a los 15 ya tenía que
haber alguno dando vueltas, cosa de no volverte ligera de cascos, claro.
La cosa es que Ernesto terminó el colegio y decidió
quedarse, porque el padre lo podía hacer entrar en la fábrica. ¡A Ernesto que
no sabía hacer nada! Pero era así: también se heredaban los puestos y Don
Arturo, su padre, era delegado sindical. Desde ya, en esa casa se respiraba
peronismo y yo, mentalmente, me abrazaba a las boinas blancas o mi abuelo me
mataba.
Para entonces, se venía mi fiesta de 15 y el único que más o
menos me cerraba como festejante era Ernesto. Daniel me caía bárbaro, pero
andaba con Mónica y quedaba feo si me metía en el medio. Años más tarde se
casaron, claro.
No es muy nítido esto: un día vino con su guitarra y empezó
a tocar alguno de esos temas de la época, qué se yo, “Muchacha” muy
probablemente. Yo me hacía la embelesada, pero el tema me parecía horrible. A
mi me gustaba Aretha Franklin, la música disco y no toda esa gansada melosa,
pero le seguí el juego hasta que me propuso ser su novia y sin mucha alegría le
dije “Bueno”.
Como cualquier novio que se precie, me iba a buscar al
colegio tres veces por semana. Las otras dos veces no, porque yo me iba con mis
abuelos y también me resultaba pesado eso de vernos seguido. A veces venía a
pie, a veces pedía prestado el auto al padre, un Dodge 1500 que era una nave,
según decía él. A mí me gustaba el tapizado y dar una vuelta por el centro. Así
fueron los siguientes 2 años, todo serio y muy formal.
Un viernes, Ernesto me vino a buscar al colegio y me dijo,
emocionado, que me quería contar algo y que era muy importante que lo
escuchara, porque de eso dependía nuestro futuro. Así nomás. Me dijo “futuro” y
me puse en blanco. Empezó a explicarme algo de unos amigos del padre, de un tal
Chiqui, otro que era primo del Ruso y un montón de cosas que me parecían de lo
más triviales hasta que de repente espetó: “Voy a ser intendente de este
lugar”. “¿Intendente de qué?” le pregunté, porque como no le estaba siguiendo
el relato, ni sabía qué delirio era ese. “Intendente, voy a gobernar este
pueblo y vos me vas a ayudar”. Levanté una ceja, giré la cabeza y le pedí que
me llevara a mi casa. Le dije que no quería verlo más, que yo en marzo me iba a
estudiar y dejaba el pueblo, que no pensaba quedarme. Lo vi desarmarse en vivo
pero ese plan salido de vaya una a saber donde no tenía nada que ver con mi
vida. Ni él, ni el pueblo, ni nada. Desde luego, Silvia no me habló más y me
hice amigas en la pensión de señoritas que habité al dejar mi casa.
Mi mamá siempre me mandaba todas las novedades por carta y
en todas siempre me hacía saber las chantadas Ernesto. A poco de irme y luego
de haberme tocado timbre unas 150 veces en casa, se puso a salir con Graciela,
la nieta de la Elvi. Era cantado. Parece que se postuló a intendente, pero por
unos tejes y manejes medio extraños, lo dejaron solo en la campaña y se le vino
la noche y se tuvo que ir del pueblo.
Años más tarde, fui a pasar unas fiestas y lo vi en la plaza
principal, absolutamente desmejorado. En ese instante, no pude más que imaginar
lo que hubiera sido mi vida a su lado: me hubiera convertido un ama de casa
pretenciosa que iba a contarles las maravillosas ideas de su marido que, aunque
no logró ser intendente, se había reconvertido en el dueño de un circo grande,
pero que no había tenido éxito porque le habían crecido los enanos.
NDR: relato subido para el Mundial de Escritura, junio 2021
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