31 de mayo de 2022

Es la vida que me alcanza

 

En el transcurso de la semana pasada tuve no menos de 5 conversaciones con personas que se dedican a actividades diferentes, con hijos, sin hijos, con pareja, sin pareja, casa propia o alquilada. Variaba ligeramente, pero el tópico era “este mes compro esto, el que viene otra cosa. Ahora necesito un pantalón, las zapatillas serán en la próxima. Y en cuotas. Lo que me de la tarjeta”

Ninguna de estas personas tiene grandes necesidades económicas, pero tampoco pueden ahorrar mucho, si es que pueden ahorrar. Son lo que denominábamos clase media, que ahora sería una clase media pauperizada, aunque todo termine en agradecer que, al menos, hay salud, trabajo y comida.

Así como esa conversación se repitió varias veces con personas de mi entorno cercano, también es lo palpable entre lo que se lee en redes sociales.

La poca plata que tenemos, ante la ausencia de una posibilidad de ahorro en alguna moneda fuerte -ya sea por las restricciones de compra de dólar oficial, por la imposibilidad de comprar al blue, porque el peso se devalúa a diario- genera un aumento en los consumos instantáneos y relacionados con el disfrute. Basta con intentar salir a comer un fin de semana: los lugares rebalsan. Hay colas y listas de espera no ya en sucuchitos de barrio, sino en lugares un poco más caros o que no hubiéramos elegido. Las bandas extranjeras, los festivales internacionales, agotan entradas, tienen largas esperas online para la compra, todo estalla en segundos.

Más allá de que estemos en una sociedad que no sabe lo que quiere, pero lo quiere ya, hay algo que trasciende a esa vertiginosidad y es ese placer efímero que tenemos. Esa salida, ese recital, es a lo único que podemos acceder. Nuestros sueños pequebú se cayeron del mapa: los alquileres están tan caros que apenas uno puede pensar en agrandarse, el valor de los autos es insólito y viajar al exterior, aunque el dólar esté barato, en pesos significa mucho entre tasas, impuestos y restricciones en las compras.

Volvimos a la compra chica, a la menudencia: 2 bananas, 1 manzana, 3 cebollas, 2 zanahorias. Stockeamos mercadería que asumimos barata, porque nunca sabemos a cuánto va a aumentar la semana que viene, entonces, nuevamente, nos tomamos esa merienda un poco onerosa en alguna de esas cafeterías de moda. Pichuleo en casa y la gasto afuera. Si no es ahí, ¿dónde?

Ciertamente, hay una ligera correlación con la pospandemia, pero esto más bien es un fenómeno económico atado a la inflación sin techo en la que estamos sumidos. Por momentos, miramos todas las deudas, a veces ya ni importan, y salimos a la calle con 2 mangos y queremos comprar alguna cosa y vamos, con la plata apretada contra el puño de la mano, a preguntarle al kioskero de la escuela “¿qué me alcanza con esto?”. El vacío no lo podemos llenar con bienes durables. Comprarse una pilchita es un lujo para unos pocos, venga ese vino rico. Venga esa cena con alguna delicatessen. ¿Por qué no? Ya ni preguntamos por qué sí, la respuesta es fácil: porque se devalúa y no puedo ni disfrutarla.

La pauperización de nuestra vida económica tiene como consecuencia el achatamiento de nuestras expectativas y eso arrastró al hedonismo y al placer: en lugar de buscar algo más fuerte o emociones más fuertes, nos conformamos con poco, con lo que hay, con lo que apenas puedo pagar.

Siempre se recuerda a los ’90 como la fiesta del despilfarro, lo “lindo”, lo desenfadado. El 1 a 1, las importaciones, los viajes. En esa época, una persona de clase media podía acceder a ciertos placeres o gustitos que los de clase baja no. Hoy eso ya casi no existe con esa brecha, básicamente, porque el desfasaje de precios es tal, que a duras penas podemos saber qué consumos son típicos de qué clase.

Mucho restorán lleno con gente con pilcha gastada o muy usada. La rotación en gastronomía es inversamente proporcional al cambio de vestuario. Sin ir más lejos, en este momento lo más nuevo que tengo puesto es un top que compré en diciembre. El resto de mi vestuario supera los 4 años.

Todo el tiempo vivimos en una ficción costumbrista como esas de Pol-ka, sólo que ahora vamos acercándonos más a las que relatan historias de desidia y marginalidad.

27 de mayo de 2022

Yendo de la cama al living (sientes el encierro)

 

Anteayer estabamos jugando al Scrabble y dejé que YouTube largara una lista de temas. Por enésima vez en mi vida, escuché Yendo de la cama al living y este texto que venía gestando en mi mente encontró su título.

Todo empezó el 12 de agosto de 2019. Ese día no pude salir de la cama. Decidí no salir a la calle y preferí faltar a cursar porque no podía afrontar la realidad en ciernes. También perdí bastante plata y la posibilidad de tenerla a mano, cuando los pocos pesos que tenía para sobrevivir unos meses sin trabajar habían quedado atrapados en un Fondo Común de Inversión. Ese día, como en las películas de ciencia ficción, se abrió un vórtice espaciotemporal y vi, como otros amigos y conocidos han descripto, todo lo que pasó y lo que iba a pasar. Nunca pensé en una pandemia, claro.

Los meses siguieron, surgió trabajo, cursé, todo normal. En febrero de 2020 ya se respiraba el aire pandémico y yo intentaba que el pánico no se comiera a mi entorno y pedía que no bajáramos los brazos con respecto al dengue, porque había muchos casos y era pleno verano.

En medio de eso, en casa planteé que me quería separar. Me alojé una semana en el departamento de una amiga y a los pocos días, volví. No sabíamos qué íbamos a hacer, pero volví a mi casa, con mi marido y mis mascotas.

Cuando la cuarentena ya se venía encima, el 13 de marzo, luego de rendir el final de Medicina Interna I, le dije a mi jefe de entonces: “mirá, en 2009 a los grupos de riesgo nos hicieron quedar en casa. En ese momento, estuve 2 meses sin asistir a la oficina. Creo que ahora viene algo parecido”. Nos despedimos aclarando que, de cualquier manera, podíamos trabajar en remoto, que iríamos viendo el desarrollo de las cosas.

El lunes 16 tenía que rendir el final de Cirugía, presencial, en un hospital de Zona Norte. Todo el fin de semana fue estar atentos a lo que decía el gobierno. La facultad, como si nada pasara, nos decía que hasta el momento todo seguía el curso normal de las cosas. No tenían un plan B, siendo una facultad compuesta por médicos y con una situación epidemiológica que avanzaba y de la que nadie escapaba. Así fue que el domingo 15 avisan la suspensión de actividades académicas y unas cuántas cosas. Nos quedamos en casa. Se suspendía el examen hasta nuevo aviso. Vamos viendo.

Desde luego, el lunes hablamos en el grupo de WhatsApp de la oficina y concluimos con que haríamos las tareas remotas hasta tanto regresáramos: no sabíamos lo que vendría. Ese día, también, empezaban las clases de mi cursada de Ginecología y no sabíamos nada. Finalmente, comenzamos uno de los días subsiguientes, por Zoom. ¿Qué era Zoom? No sabíamos, pero había que descargarlo y mi netbook del 2010 no aguantaba nada más.

El 20 de marzo se declaró la cuarentena por 15 días para preparar al sistema de salud. Empezó la logística de que yo no fuera a hacer las compras, de chequear que mis hermanos se encargaran de eso con mis viejos, de llevar tranquilidad.

15 días o 30, estaba de acuerdo. Me parecía bien. ¿Cómo no estar de acuerdo? Lo que no esperábamos era la renovación quincenal del encierro, como una renovación de votos pero de manera unilateral. Y así nos fue.

En casa empezamos a vivir como se podía: divididos entre living y cocina transcurrían mis horas de clase, el trabajo, el trabajo de mi marido, cocinar todas las comidas, ver alguna serie, sacar al perro, dormir, no mucho más.

Si bien siempre fui noctámbula, empecé a quedarme despierta cada vez hasta más tarde. Me despertaba para cursar, si es que la clase tenía horario y obligatoriedad. Mi trabajo podía cumplirlo a cualquier hora, entonces, lo iba haciendo a cuentagotas para no quedarme sin tareas. Lentamente, mi vida y mi percepción de todo se fue distorsionando.

Intenté hacer ejercicio en casa, pero no me resultaba cómodo. No tenía materiales, tenía que encerrarme en una habitación porque el perro intervenía, no me hallaba. Claro, aumenté de peso y aun no logro bajarlo.

No me pinté las uñas en meses. Sólo me maquillé un día para una charla y me arreglé un poco, claro, de la cintura para arriba. Y si, me saqué una foto. Era lo más parecido que encontré a mi yo del pasado próximo.

Decidí que no era necesario teñirme el pelo. ¿Para qué?

Mi vida en casa empezó a ser muy disfuncional. Me acostaba tarde, me levantaba, hacía lo que tenía que hacer, pasaba cualquier cantidad de tiempo metida en Twitter para hacer catarsis, para sentir que había algo afuera.

Un día salí a sacar a Poncho a la noche. Serían las 23hs. Era tal la desolación que podías caminar por el medio de Av. De los Constituyentes sin que pasara nada. Sentí miedo y no volví a sacarlo de noche. Lo sacaba a la hora de la siesta y aprovechaba esos minutos de privacidad para mandarles audios a mis amigas sin que escuchara mi marido. Pero una tarde me crucé con una vecina que me alertó que a una cuadra de casa le habían arrebatado el celular a una persona. No más salidas con el celular.

Mientras escribo recordé que el sábado 14 de marzo fuimos a una hamburguesería a cenar, por si cerraba todo. No imaginé que mi última salida, en meses, sería a 2 cuadras de casa.

Hasta el 13 de marzo de 2020, mi vida era salir temprano de casa, a veces iba al gimnasio, a veces a cursar, por la tarde trabajaba, volvía a casa alrededor de las 18. Salía a cenar con amigos. Iba y venía siempre. Me maquillaba y arreglaba lo suficiente como para estar prolija. En pocos meses, todo eso se fue.

Empecé a sentir que sólo quería dormir. Funcionaba por inercia y hasta por ahí nomás. Yo quería dormir y que todo pasara rápido. Estaba despersonalizada. Desubjetivizada. A veces lloraba, de noche, a oscuras, pensando que nada tenía sentido.

Un día no di más y le escribí a mi psicóloga, con quien habíamos suspendido la terapia hasta poder volver al consultorio. Ella también se reinventó y atendía por teléfono o videollamada. Al día de hoy, mantenemos el sistema. A veces, me ponía los auriculares y salía a caminar para hacer terapia. Otras veces, me armaba un mate, me abrigaba y me iba al auto. Necesitaba privacidad y la tranquilidad de que sólo éramos ella y yo hablando. A veces siento que eso fue lo que me salvó: el reflejo a tiempo de llamarla.

Estaba en una casa cómoda, con mis seres queridos, con mis amigas al habla todo el tiempo, con trabajo y haciendo mi carrera, pero era sumamente infeliz. Vivía en calzas, remera, buzo y sin corpiño. Desteñida, desgreñada. Menos sola, estaba fané y descangayada.

Me mantenía activa haciendo Tik Toks y muchos seguidores de Twitter se reían y me pedían más. Me divertía mi puesta de Todo x 2 pesos. Me animaba que hubiera alguien esperando reírse un poco. Estábamos todos muy grises y tristes y había que reinventarse.

Cuatro amigos empezaron a organizar unas fiestas electrónicas virtuales los jueves y me sumé. No a todas, pero a varias. Eso también fue sanador. Tener algún contacto con otras caras, sin barbijo, en algún cyberespacio.

Después de meses, empezaron a abrir los bares. Fui casi corriendo a El Faro y me senté a tomar un cortado. Le saqué foto. Nada disfruto tanto como sentarme a tomar un cortado en jarrito en cualquier lado y no había podido hacerlo. En algún cuento que hice en el Mundial de Escritura -otra de las actividades que hice para mantenerme activa- hice mención del caso. La porteñidad que no se quita o ese hábito que extrañaba tanto.

Una de mis primeras salidas al aire libre fue a tomar algo con dos amigas. No sabíamos si abrazarnos o no. Para entonces, yo ya hacía meses que decía que el barbijo no estaba bien y que había que salir y que todo era demencial. No me sentía muy sola al respecto, pero no éramos muchos los “contraculturales” o “contrahegemónicos” que estábamos en esa postura.

Por ahí me desordeno en los recuerdos porque todo fue nebuloso.

No era sólo el contexto epidemiológico, era la situación económica y política del país. Prendía la TV y empezaba a gritarle a la pantalla como una loca. Era toda una mentira atrás de la otra y nadie hablaba de la gente que estaba sin trabajo porque no le permitían trabajar. No se hablaba de los niños y la falta de contacto social y áulico. Por allá en Twitter se empezó a gestar Padres Organizados y, como tía que sufría por la realidad de sus 3 sobrinos, apoyé la causa. Escribí hilos completos sobre adicciones y mi preocupación sobre el aumento del consumo de alcohol en contexto de encierro. Aun espero que las sociedades científicas se expidan al respecto.  No sé cuántas cosas pasaron durante los primeros 6 meses de la “pandemia mundial”.

En octubre decidimos que no podíamos estar más así y nos separamos. De común acuerdo y civilizadamente. Conseguí lo que pude de acuerdo al presupuesto que manejaba entonces y en el barrio en el que me siento segura. La historia de los primeros días no viene al caso, pero tampoco fue fácil.

Meses más tarde, logré reconocer y verbalizar lo que me pasó. Me había caído en un pozo y no lograba salir. Gracias a eso, también cambió mi situación marital actualmente y pude disculparme, si se quiere, por lo que fue convivir conmigo en ese estado.

Más de uno pensará que es una asociación caprichosa de hechos mi línea de tiempo. Puede ser, pero es el proceso que atravesé. No hubo un Estado que me salvara, sino un conjunto de afectos, gente no tan cercana y una psicóloga que me ayudó a salir de donde estaba. Me pasó a mí, en condiciones objetivamente buenas en relación a lo que les pasó a miles de personas que no corrieron la misma suerte. Una golondrina no hace verano, pero me gustaría ver qué pasó con muchas otras, quizá seamos una bandada.