Anteayer estabamos jugando al Scrabble y dejé que YouTube largara
una lista de temas. Por enésima vez en mi vida, escuché Yendo de la cama al
living y este texto que venía gestando en mi mente encontró su título.
Todo empezó el 12 de agosto de 2019. Ese día no pude salir
de la cama. Decidí no salir a la calle y preferí faltar a cursar porque no
podía afrontar la realidad en ciernes. También perdí bastante plata y la
posibilidad de tenerla a mano, cuando los pocos pesos que tenía para sobrevivir
unos meses sin trabajar habían quedado atrapados en un Fondo Común de Inversión.
Ese día, como en las películas de ciencia ficción, se abrió un vórtice espaciotemporal
y vi, como otros amigos y conocidos han descripto, todo lo que pasó y lo que
iba a pasar. Nunca pensé en una pandemia, claro.
Los meses siguieron, surgió trabajo, cursé, todo normal. En
febrero de 2020 ya se respiraba el aire pandémico y yo intentaba que el pánico
no se comiera a mi entorno y pedía que no bajáramos los brazos con respecto al
dengue, porque había muchos casos y era pleno verano.
En medio de eso, en casa planteé que me quería separar. Me
alojé una semana en el departamento de una amiga y a los pocos días, volví. No
sabíamos qué íbamos a hacer, pero volví a mi casa, con mi marido y mis
mascotas.
Cuando la cuarentena ya se venía encima, el 13 de marzo, luego
de rendir el final de Medicina Interna I, le dije a mi jefe de entonces: “mirá,
en 2009 a los grupos de riesgo nos hicieron quedar en casa. En ese momento,
estuve 2 meses sin asistir a la oficina. Creo que ahora viene algo parecido”. Nos
despedimos aclarando que, de cualquier manera, podíamos trabajar en remoto, que
iríamos viendo el desarrollo de las cosas.
El lunes 16 tenía que rendir el final de Cirugía,
presencial, en un hospital de Zona Norte. Todo el fin de semana fue estar atentos
a lo que decía el gobierno. La facultad, como si nada pasara, nos decía que
hasta el momento todo seguía el curso normal de las cosas. No tenían un plan B,
siendo una facultad compuesta por médicos y con una situación epidemiológica
que avanzaba y de la que nadie escapaba. Así fue que el domingo 15 avisan la
suspensión de actividades académicas y unas cuántas cosas. Nos quedamos en
casa. Se suspendía el examen hasta nuevo aviso. Vamos viendo.
Desde luego, el lunes hablamos en el grupo de WhatsApp de la
oficina y concluimos con que haríamos las tareas remotas hasta tanto
regresáramos: no sabíamos lo que vendría. Ese día, también, empezaban las
clases de mi cursada de Ginecología y no sabíamos nada. Finalmente, comenzamos
uno de los días subsiguientes, por Zoom. ¿Qué era Zoom? No sabíamos, pero había
que descargarlo y mi netbook del 2010 no aguantaba nada más.
El 20 de marzo se declaró la cuarentena por 15 días para
preparar al sistema de salud. Empezó la logística de que yo no fuera a hacer
las compras, de chequear que mis hermanos se encargaran de eso con mis viejos,
de llevar tranquilidad.
15 días o 30, estaba de acuerdo. Me parecía bien. ¿Cómo no
estar de acuerdo? Lo que no esperábamos era la renovación quincenal del encierro,
como una renovación de votos pero de manera unilateral. Y así nos fue.
En casa empezamos a vivir como se podía: divididos entre
living y cocina transcurrían mis horas de clase, el trabajo, el trabajo de mi
marido, cocinar todas las comidas, ver alguna serie, sacar al perro, dormir, no
mucho más.
Si bien siempre fui noctámbula, empecé a quedarme despierta
cada vez hasta más tarde. Me despertaba para cursar, si es que la clase tenía
horario y obligatoriedad. Mi trabajo podía cumplirlo a cualquier hora, entonces,
lo iba haciendo a cuentagotas para no quedarme sin tareas. Lentamente, mi vida
y mi percepción de todo se fue distorsionando.
Intenté hacer ejercicio en casa, pero no me resultaba
cómodo. No tenía materiales, tenía que encerrarme en una habitación porque el
perro intervenía, no me hallaba. Claro, aumenté de peso y aun no logro bajarlo.
No me pinté las uñas en meses. Sólo me maquillé un día para
una charla y me arreglé un poco, claro, de la cintura para arriba. Y si, me
saqué una foto. Era lo más parecido que encontré a mi yo del pasado próximo.
Decidí que no era necesario teñirme el pelo. ¿Para qué?
Mi vida en casa empezó a ser muy disfuncional. Me acostaba
tarde, me levantaba, hacía lo que tenía que hacer, pasaba cualquier cantidad de
tiempo metida en Twitter para hacer catarsis, para sentir que había algo
afuera.
Un día salí a sacar a Poncho a la noche. Serían las 23hs.
Era tal la desolación que podías caminar por el medio de Av. De los
Constituyentes sin que pasara nada. Sentí miedo y no volví a sacarlo de noche. Lo
sacaba a la hora de la siesta y aprovechaba esos minutos de privacidad para
mandarles audios a mis amigas sin que escuchara mi marido. Pero una tarde me
crucé con una vecina que me alertó que a una cuadra de casa le habían arrebatado
el celular a una persona. No más salidas con el celular.
Mientras escribo recordé que el sábado 14 de marzo fuimos a
una hamburguesería a cenar, por si cerraba todo. No imaginé que mi última salida,
en meses, sería a 2 cuadras de casa.
Hasta el 13 de marzo de 2020, mi vida era salir temprano de
casa, a veces iba al gimnasio, a veces a cursar, por la tarde trabajaba, volvía
a casa alrededor de las 18. Salía a cenar con amigos. Iba y venía siempre. Me
maquillaba y arreglaba lo suficiente como para estar prolija. En pocos meses,
todo eso se fue.
Empecé a sentir que sólo quería dormir. Funcionaba por
inercia y hasta por ahí nomás. Yo quería dormir y que todo pasara rápido.
Estaba despersonalizada. Desubjetivizada. A veces lloraba, de noche, a oscuras,
pensando que nada tenía sentido.
Un día no di más y le escribí a mi psicóloga, con quien
habíamos suspendido la terapia hasta poder volver al consultorio. Ella también
se reinventó y atendía por teléfono o videollamada. Al día de hoy, mantenemos
el sistema. A veces, me ponía los auriculares y salía a caminar para hacer
terapia. Otras veces, me armaba un mate, me abrigaba y me iba al auto. Necesitaba
privacidad y la tranquilidad de que sólo éramos ella y yo hablando. A veces
siento que eso fue lo que me salvó: el reflejo a tiempo de llamarla.
Estaba en una casa cómoda, con mis seres queridos, con mis
amigas al habla todo el tiempo, con trabajo y haciendo mi carrera, pero era
sumamente infeliz. Vivía en calzas, remera, buzo y sin corpiño. Desteñida,
desgreñada. Menos sola, estaba fané y descangayada.
Me mantenía activa haciendo Tik Toks y muchos seguidores de
Twitter se reían y me pedían más. Me divertía mi puesta de Todo x 2 pesos. Me
animaba que hubiera alguien esperando reírse un poco. Estábamos todos muy
grises y tristes y había que reinventarse.
Cuatro amigos empezaron a organizar unas fiestas electrónicas
virtuales los jueves y me sumé. No a todas, pero a varias. Eso también fue
sanador. Tener algún contacto con otras caras, sin barbijo, en algún cyberespacio.
Después de meses, empezaron a abrir los bares. Fui casi
corriendo a El Faro y me senté a tomar un cortado. Le saqué foto. Nada disfruto
tanto como sentarme a tomar un cortado en jarrito en cualquier lado y no había
podido hacerlo. En algún cuento que hice en el Mundial de Escritura -otra de
las actividades que hice para mantenerme activa- hice mención del caso. La
porteñidad que no se quita o ese hábito que extrañaba tanto.
Una de mis primeras salidas al aire libre fue a tomar algo
con dos amigas. No sabíamos si abrazarnos o no. Para entonces, yo ya hacía
meses que decía que el barbijo no estaba bien y que había que salir y que todo
era demencial. No me sentía muy sola al respecto, pero no éramos muchos los “contraculturales”
o “contrahegemónicos” que estábamos en esa postura.
Por ahí me desordeno en los recuerdos porque todo fue nebuloso.
No era sólo el contexto epidemiológico, era la situación
económica y política del país. Prendía la TV y empezaba a gritarle a la
pantalla como una loca. Era toda una mentira atrás de la otra y nadie hablaba
de la gente que estaba sin trabajo porque no le permitían trabajar. No se hablaba
de los niños y la falta de contacto social y áulico. Por allá en Twitter se empezó
a gestar Padres Organizados y, como tía que sufría por la realidad de sus 3
sobrinos, apoyé la causa. Escribí hilos completos sobre adicciones y mi
preocupación sobre el aumento del consumo de alcohol en contexto de encierro.
Aun espero que las sociedades científicas se expidan al respecto. No sé cuántas cosas pasaron durante los
primeros 6 meses de la “pandemia mundial”.
En octubre decidimos que no podíamos estar más así y nos
separamos. De común acuerdo y civilizadamente. Conseguí lo que pude de acuerdo
al presupuesto que manejaba entonces y en el barrio en el que me siento segura.
La historia de los primeros días no viene al caso, pero tampoco fue fácil.
Meses más tarde, logré reconocer y verbalizar lo que me
pasó. Me había caído en un pozo y no lograba salir. Gracias a eso, también cambió
mi situación marital actualmente y pude disculparme, si se quiere, por lo que
fue convivir conmigo en ese estado.
Más de uno pensará que es una asociación caprichosa de
hechos mi línea de tiempo. Puede ser, pero es el proceso que atravesé. No hubo
un Estado que me salvara, sino un conjunto de afectos, gente no tan cercana y
una psicóloga que me ayudó a salir de donde estaba. Me pasó a mí, en condiciones
objetivamente buenas en relación a lo que les pasó a miles de personas que no
corrieron la misma suerte. Una golondrina no hace verano, pero me gustaría ver
qué pasó con muchas otras, quizá seamos una bandada.