28 de enero de 2022

El terrible desencanto de ser argentino

 

-Habría que hacer algo diferente

-¿Cuánto está una entrada de cine?

-$1000

Ese diálogo ocurrió entre dos mujeres que pasaban por Cabildo y Juramento y yo lo escuché mientras esperaba, parada y mirando a la nada, ingresar al negocio que tiene Personal para recuperar, por 2da vez en menos de 6 meses, mi número de teléfono. Otra vez me robaron. Otra vez, volviendo del trabajo, en un colectivo de línea. Otra vez, me manotearon un teléfono que no tenía, siquiera, 90 días de uso. Esta vez, distinta de la anterior, solo puteé, intenté quedarme tranquila. El chofer me dijo que se me veía calma “¿qué puedo hacer?” le pregunté. Él mismo, minutos antes, me había dicho que ve hasta 3 pungueos por semana, que ya sabe quiénes son y cómo operan: no puede hacer nada. Unos días atrás, advirtió a una pasajera que hizo caso omiso. A la parada siguiente, le robaron: lo acusó de cómplice con los ladrones.

Poco a poco, naturalizamos ir perdiendo calidad de vida. De pronto, es sólo un teléfono y agradecé que no pasó nada más. Me recordó a una pelea que tuve con el CM de un bar y me dijo que estaba haciendo escándalo “por un café”. No es UN café o UN celular como si tal cosa, es UN café berreta, UNA mala atención y UN celular robado. Todo el tiempo se agregan situaciones y en lugar de espantarnos, nos adaptamos y vivimos con ellas.

Buenos Aires se está convirtiendo en una regia villa miseria con ciclovías y más espacios verdes, como para que se aloje todo el lumpenaje posible. He comentado la cantidad de gente que mora en las veredas de Triunvirato y Monroe o en la entrada del teatro 25 de mayo. Y no es un tema de que me molesten, ni nada parecido: ¿qué fue lo que pasó? ¿Por qué esa gente, que ya estaba caída del sistema, apareció por estos lares? ¿A nadie le preocupa la marginalización de la calle?

Pensaba todo eso mientras caminaba por Cabildo, llena de negocios que no parecen los otrora esplendorosos y veía a la Galería Marga a oscuras por un corte de luz. Paré a ver unos celulares y los precios me espantaron y sacaba cuentas. El punga, en 3 segundos, se llevó uno de mis sueldos, más o menos. Pensaba, también, en la precarización laboral a la que, sorpresa, también nos hemos adaptado. Recordé a Martín Kohan y a Sergio Olguín llorando un sueldo de empleada doméstica, contaba que mi hora de trabajo en el hospital municipal son $430 y a eso debo descontarle monotributo e IIBB. Mi puesto de técnica no tiene seguro de ART, mi contrato es semestral y estoy en una relación de dependencia encubierta, a la buena de todo. Es mucho más probable que ellos dos o una empleada doméstica cobren más pero todos estamos expuestos a ser robados en cualquier colectivo, volviendo de trabajar.  En este caso, volvía de hacer un reemplazo de 12hs y una jornada correspondiente a lo convenido en mi trabajo. 18hs en total. Volvía sentada en el colectivo avisándole a mi hermano que le había conseguido unas zapatillas muy baratas para mi sobrina, que pasaba por la casa a dejárselas. Lo único que planeaba era estar sentada porque el viaje es largo y estaba cansada.

“¡Pero tenés que tener más cuidado!” y cosas así. Todo el tiempo los robados andamos con la pollera corta. Si sacás el teléfono, si caminás por allá, si estás cerca de una ventanilla, si te dormís, si no mirás, si, si, si… al final, te roban por gil, un poco te lo merecés.

El teléfono, en estos días, es el eje de muchas cosas cotidianas. Ya casi no lo usamos para llamar sino para mandar mensajes, mails, mirar series, estar en reuniones laborales, cursadas, agendamos citas… es la superación de las agendas digitales de los 2000. Pero no podemos usarlo libremente. Como tampoco te podés comprar un auto libremente. “Vos también, te gusta ostentar”. Seguimos en esa culpa cristiana de tener plata y no poder gastarla no sólo en lo que nos gusta, sino que un poco el robo es un castigo divino por no ser más austero o quién sabe. Me pregunto cuál será la opulencia de viajar en un colectivo con unas bermudas rotosas y un celular de gama media, pagado con una colecta realizada en una red social.

No hay una cuestión de oportunidades, en tal caso, de ocasiones y ladrones. El chico que me prestó el teléfono para llamar a G, me lo prestó con recelo: se lo había comprado ayer porque al suyo se lo habían robado en otro colectivo en Avellaneda. Los robos, como el 60, cruzan todo, son internacionales. Menos nosotros, atrapados en esta burbuja inflacionaria que nunca estalla.

Entré furiosa y sólo pude espetar “hay que irse de este país” dando una parva de razones. Al rato, estaba en una de las esquinas del barrio que más quiero pensando en cuánta tristeza me da pensar en abandonar la ciudad en la que nací y volví a elegir. Todo para terminar sentada en casa, tecleando un poco, antes de acostarme porque mañana tengo que entrar a las 8.