24 de febrero de 2013

El saco roto de la Justicia



                                                                                                                          Y es así, la vida de un obrero es así,
                                                                                                                           la vida en un barrio es así
                                                                                                                         y pocos son los que van a zafar.
                                                                                                                          Y es así, aprendiendo a ser felices así,
                                                                                                                           la vida del obrero es así
                                                                                                                           y pocos son los que van a zafar.
                                                                                                                           (Cristian “Pity” Alvarez-Homero)



A las 8.40, aproximadamente, del 22 de febrero de 2012, entre mate y mate, leí por Twitter que había chocado un tren Sarmiento. Como quien no quiere la cosa, y al pasar, lo comenté en la oficina. “Hubo un accidente de trenes” fue mi expresión y la de mis compañeras, en respuesta fue “oh…”. Pero yo tiré un poco más de agua a la yerba con yuyos y seguí leyendo mails, como todos los días.

No me asombró, tristemente, el accidente. Hacía no mucho, había chocado un colectivo 92 con otro tren. Y un año atrás, un tren de la línea Mitre, había descarrilado en la zona de Palermo.  Lamentablemente, naturalizamos viajar mal y que los accidentes no nos sorprendan es un síntoma de una grave enfermedad que padecemos hace mucho: el acostumbramiento a la corrupción. Nos acostumbramos a que nos metan la mano en el bolsillo en el nombre de obras que nunca llegan y, para colmo de males, nos acostumbramos al “me quejo para no quedarme con la bronca, porque sé que todo cae en saco roto”. Depende de cual sea el saco, está roto. El saco de los empresarios, sindicalistas y políticos que negocian a costa nuestra, siempre está sano y lleno: de  plata, de impunidad… el nuestro, el saco de los que laburamos y viajamos en transporte público en pésimo estado, siempre está roto y vacío: vacío de esperanzas, vacío de fuerza para protestar…

Pasaban las horas del día del fatídico “accidente” y se sumaban víctimas fatales y heridos por todos lados. Las imágenes que llegaban eran escalofriantes. Cuando alcancé a medir la magnitud de la tragedia, empecé a repasar si tenía conocidos viajando en el tren. Por suerte (o, quizá, por falta de necesidad) ningún amigo andaba por ahí ese día. Sentí la ligera tranquilidad de decir que no me afectó directamente. Pero el “directamente” es una manera de decir. Como ciudadana y pasajera frecuente del tren empecé a sentir que no estaba –ni estoy- exenta de pasar por una situación como tal. Lo que más me mortifica del caso es que sé que,  parafraseando a Serrat, ni el sistema te respalda y ahí tenés las respuestas más brillantes que he escuchado en mi vida…

De golpe, la culpa es de nosotros, los usuarios. Por querer bajar rápido. Y, claro, la responsabilidad no es de la empresa, que da un servicio por demás insuficiente, que siempre llega demorado y ni qué hablar del estado de los vagones, las vías, las señales, etc.  Entonces, la culpa es nuestra por querer llegar a horario al trabajo. Porque a algunos le descuentan presentismo por llegar 5-10 minutos tarde y los papelitos que te dan en el tren, que certifican la demora, pasan al tacho de la basura. Al saco roto de la injusticia. ¡Pero qué ingratos somos! Porque nos quejamos de viajar mal al trabajo sin pensar en eso: que estamos yendo a trabajar porque, gracias a este gobierno, hay más laburo. Claramente, estamos en condiciones de morir por trabajar y debiéramos agradecer tener la posibilidad de perder la vida por eso y no por estar de vagos en casa. ¿Cómo se nos ocurrió, luego de la tragedia, reprochar algo asi? No tenemos cara, ni vergüenza.  Qué malos trabajadores.

Seguido del reclamo de un transporte público decente, los indulgentes familiares de víctimas y los sobrevivientes,  exigen que el gobierno no los ignore. Que los escuchen, que los ayuden. No hay que ser un astro de la psicología para saber que, a veces, alguien necesita, simplemente, que lo escuchemos. Ese alguien, no necesita,  quizá, grandes cosas. Escuchar y no ignorar no es tanto. Aunque para este gobierno, que se llena la boca hablando del “amor” y en contra del “odio”, parece que es una misión imposible de llevar a cabo. En un acto de hidalguía y como respuesta al pedido  de mejoras en el tren, le quitaron la concesión a un grupo mafioso y se lo dieron a otro.  Y no sólo eso, empezó una reforma de fondo, una revolución en el transporte público: pintaron y refaccionaron estaciones y pusieron pantallas que avisan cuando viene el próximo tren. Nunca me sentí más lejos del famoso “primer mundo” que en este momento. Me siento en medio de una gran corte medieval, en la que nosotros somos los bufones y ellos se ríen de nosotros a carcajadas. ¿En qué momento nosotros, como pasajeros expresamos que necesitábamos tener las estaciones con olor a pintura fresca? Y, si bien nos quejamos de que nunca sabemos cuándo llegará el próximo tren, no necesitamos unas pantallas que nos indiquen eso: basta y sobra con que funcione a horario.

A las claras vemos como nuestros funcionarios están en lo último de nuestras necesidades como ciudadanos y como pasajeros. Como laburantes.  

Pero, “así es la vida, a veces hay alegrías y a veces no”. A veces, te alegrás porque viene el destartalado Mitre con aire acondicionado. A veces, te ponés triste porque te informan que cancelaron el que va a Coghlan y tenés, mínimo, 40 minutos de demora.  Y tan triste puede ser la vida, que vos despedís a un ser querido diciéndole que a la tarde nos vemos o que nos vamos a cenar a lo de una tía y, de golpe, prendés la tele y ves el desastre. Y llamás a un celular que no contesta. Tu vida cambia rotundamente y, a un día de cumplirse el aniversario de ese momento, te dicen que esperes como las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, unos 35 años para recibir justicia.

Si, la justicia, cuando hay que juzgar a las altas esferas, tarda en llegar. Pero una cosa son los delitos que pertenecieron al terrorismo de Estado y otros los que corresponden a la democracia, por acción, omisión y corrupción en la que, casualmente, nuestros gobernantes se ven envueltos, aunque traten de deslindar responsabilidades del caso.-


NdR: la imagen corresponde al N° 274 de la Revista Barcelona.