30 de octubre de 2014

Cacería de brujas (foráneas)



Hace un tiempo, cada vez que se acerca el 31 de octubre, las calles de Buenos Aires y  otras ciudades o pueblos del interior empiezan a llenarse de merchandising temático sobre Halloween. Calabazas plásticas que emulan esas que nunca vemos en las verdulerías, monstruitos, telas negras y violetas, arañas y bichos, caramelos “especiales”: en todos lados hay, al menos, alguno de esos artículos.
Y cada vez que empiezan a poblar las veredas porteñas, viene la discusión sobre la fiesta importada.
“Es una fiesta yanqui” se suele escuchar. Más allá de la falacia, no veo porqué desestimar todo lo que proviene del norte del continente con ese tinte nacionalista ridículo. Como si acá no hubieran calado hondo el grunge, las sitcoms, el hip-hop y la Coca Cola. Esa sería otra discusión con la que me desviaría del punto al que quiero llegar.
Halloween es una festividad celta. La cultura celta, milenaria, no desapareció del todo en los lugares en los que se la hubiera llamado “originaria”. Tanto en las fiestas típicas de Galicia, España,  del Reino Unido o de Irlanda, hay sonidos, alimentación y estética que resistieron el paso del tiempo, las guerras, las conquistas y las derrotas.
El término Halloween podría ser una deformación de la expresión “All hallows’ Eve” (en castellano: Día de Todos los Santos). Oh, ¡qué casualidad! La fiesta celta es el 31/10 del calendario gregoriano. Y el Día de Todos los Santos, festividad católica caída casi en desuso en algunos países, es el 01/11.
Pues no, no es una casualidad. La mayoría de las festividades religiosas de la Iglesia Católica (y de algunos otros cultos que se desprendieron de la misma) provienen de prácticas paganas. No es una novedad, pero no está de más recordarlo. La fecha por excelencia, la Navidad, es el 25 de diciembre, tercer día posterior al solsticio de verano. Día en el que los romanos veneraban al Dios Sol en su templo. La Iglesia, que ya no sabía cómo conseguir adeptos y feligreses y, además, dominar y ganar el pensamiento mágico, con el lema “si no puedes vencerlos, únete a ellos”, comenzó a disfrazar las fiestas paganas hasta llevarlas a fiestas “propias” y de un solo dios.  De esa forma, los que no creían ni estaban de acuerdo, hacían una especie de adhesión obligada y celebraban una cosa en nombre de otra para no ser castigados. No hay que olvidarse que la Iglesia fue coercitiva y poco contemplativa a la hora de aplicar penas a quienes no acordaban con ellos. 
Lo hicieron con la Navidad, las Pascuas, la Cuaresma… todo tipo de evento religioso que conozcamos, tiene un origen en algún culto politeísta al que la Iglesia vistió de seda según su conveniencia.
Así es como pasó con Halloween, a la que se le cambió el día y el motivo.
Precisamente, ¿qué festejaban? El inicio de otro año y el final de una buena cosecha, de un año productivo. Con otro calendario, claro. ¿Y por qué disfrazarse? Para espantar a los malos espíritus ya que, por esa fecha, los celtas asumían que había contacto con el mundo de los muertos.
Con detalles que se deben haber esfumado con el paso del tiempo, el sentido de Halloween fue perdiéndose y cambiando. Aun en su arribo al Nuevo Mundo, cuando los inmigrantes la festejaban, fueron dejando atrás la tradición de la misma tierra que los expulsó. Años y años después, según vemos en la tv o por las redes sociales, Halloween se volvió una fiesta simpática, en la que grandes y niños se disfrazan –con trajes muy elaborados-, hacen reuniones, salen a la calle a cambiar trucos o caramelos, compran materiales alusivos, decoran sus casas, etc. Le pasó lo que le pasó a otras fiestas: el mercado la convirtió en un juguete más. En un motivo más de consumo que otra cosa.
Claramente, ya nadie festeja el año nuevo celta. Quizá, ya ni lo sepan las cuartas o quintas generaciones de norteamericanos. El devenir de la historia y la cultura llevaron la celebración a lo que conocemos ahora. Y el mundo globalizado, oh demonio, la trajo a Argentina. Como trajo San Patricio, los baby shower y el Oktoberfest. ¡Minuto! El Oktoberfest está bien porque lo celebran en Villa General Belgrano los hijos o nietos de alemanes. Y mucha gente viaja en charters solo a tomar cerveza. El Oktoberfest está bien y San Patricio, patrono irlandés, está mal. Está bien ir a tomar cerveza a Cordóba pero no al microcentro porteño.
Así es que, también, los españoles trajeron la religión católica –oficial de nuestro país según la Constitución- y fue una imposición cultural como otras imposiciones que se dieron a lo largo de la historia de la humanidad.  Y los festejos religiosos también fueron alterándose al ritmo del mercado. Cualquier abuela podrá decirnos que, en su niñez, no se regalaba nada en Navidad. Que se iba a Misa de Gallo, que se cocinaba todo en las casas, casi días enteros; que no había árbol, sólo pesebre. No se brindaba a las 12 ni se usaban los fuegos artificiales. Esas costumbres se usaban en Año Nuevo, para celebrar el cambio de ciclo.
Pero claro, no cuestionamos la llegada de Papá Noel, personaje nórdico que vestía como una especie de gnomo grande y andaba en trineo. ¿Trineo en Argentina? A lo sumo, en el sur. ¿Renos?
Con los años, la empresa Coca-Cola, para una Navidad, vistió a este abuelito mundialmente conocido de rojo y blanco, los colores de la marca. Y fue algo que perduró y se extendió de tal forma, que no conocemos a Papá Noel vestido de otra manera. Y le contamos a los niños que entra por una chimenea y deja los regalos. ¡Momento! En alguna fiesta navideña se insertaron los regalos que sólo se reservaban para el Día de Reyes. Y, también, el arbolito nevado. Y la decoración y la fiebre por los regalos. Entonces, llegamos a fin de noviembre y las avenidas y centros comerciales empiezan a vestirse de rojo, verde y blanco, colores re veraniegos.  Y vemos renos, noeles, guirnaldas, borlas, arbolitos nevados de plástico, lucecitas, tarjetas con sonidos, tazas, manteles, platos…todo inundado del espíritu navideño …del norte.  Y compramos turrones, pan dulce y  frutas secas: toda comida hiper calórica para los más de 30°C que suele hacer el 24/12 a la noche. Y cuando llegan las 12, corremos a repartirnos los paquetes de los regalos que compramos con los descuentos de las tarjetas. Y así, todos los años, salvo que hayamos nacido en un hogar no cristiano.
Por humilde que sea la casa, hay una reunión que evoca al Dios Sol, mezcladito con Jesús.
Pero no lo cuestionamos. Nos detenemos a decir que Halloween está mal. Molesta la más la calabaza con luz que el Papa Noel cocacolero. Entonces, salen con el discurso de las fiestas originarias. Y eso es tan relativo, en un país como el nuestro formado por inmigrantes de diversos países, que carece de sentido la contraofensiva nuestroamericana. Es decir, sí, los primeros pobladores de esta tierra fueron indígenas. Que también eran politeístas y veneraban a la Pachamama, por sobre todas las cosas. Todo lindo con ir al Carnaval en el Noroeste y adorar a la madre tierra si después venís y tirás la basura en el piso. Si no cuidás el agua, la luz, el gas y el medio ambiente que te rodea. Todo un esnobismo mezclado con nacionalismo berreta en pos de rescatar las tradiciones, “lo nuestro”. El progresismo protector de tradiciones, una contradicción arriba de la otra.
Estamos en un mundo globalizado y el acceso a la información de lo que pasa en otras partes del planeta genera importación y exportación de actividades culturales, festividades, modas, ropa, comidas, bebidas, modos de trabajo…es difícil evitar que se difundan. Llegan cosas muy interesantes como otras que no. Y de la misma forma, las exportamos, como al actual Papa, jefe de Estado del Vaticano. ¿Acaso no llenó el de tradiciones impensadas a la Iglesia, andando en un autito modesto y tomando mate?