Hace un tiempo, cada vez que se acerca el 31 de octubre, las
calles de Buenos Aires y otras ciudades
o pueblos del interior empiezan a llenarse de merchandising temático sobre
Halloween. Calabazas plásticas que emulan esas que nunca vemos en las verdulerías,
monstruitos, telas negras y violetas, arañas y bichos, caramelos “especiales”:
en todos lados hay, al menos, alguno de esos artículos.
Y cada vez que empiezan a poblar las veredas porteñas, viene
la discusión sobre la fiesta importada.
“Es una fiesta yanqui” se suele escuchar. Más allá de la
falacia, no veo porqué desestimar todo lo que proviene del norte del continente
con ese tinte nacionalista ridículo. Como si acá no hubieran calado hondo el
grunge, las sitcoms, el hip-hop y la Coca Cola. Esa sería otra discusión con la
que me desviaría del punto al que quiero llegar.
Halloween es una festividad celta. La cultura celta,
milenaria, no desapareció del todo en los lugares en los que se la hubiera
llamado “originaria”. Tanto en las fiestas típicas de Galicia, España, del Reino Unido o de Irlanda, hay sonidos,
alimentación y estética que resistieron el paso del tiempo, las guerras, las
conquistas y las derrotas.
El término Halloween podría ser una deformación de la
expresión “All hallows’ Eve” (en castellano: Día de Todos los Santos). Oh, ¡qué
casualidad! La fiesta celta es el 31/10 del calendario gregoriano. Y el Día de
Todos los Santos, festividad católica caída casi en desuso en algunos países,
es el 01/11.
Pues no, no es una casualidad. La mayoría de las
festividades religiosas de la Iglesia Católica (y de algunos otros cultos que
se desprendieron de la misma) provienen de prácticas paganas. No es una
novedad, pero no está de más recordarlo. La fecha por excelencia, la Navidad, es
el 25 de diciembre, tercer día posterior al solsticio de verano. Día en el que
los romanos veneraban al Dios Sol en su templo. La Iglesia, que ya no sabía cómo
conseguir adeptos y feligreses y, además, dominar y ganar el pensamiento
mágico, con el lema “si no puedes vencerlos, únete a ellos”, comenzó a
disfrazar las fiestas paganas hasta llevarlas a fiestas “propias” y de un solo
dios. De esa forma, los que no creían ni
estaban de acuerdo, hacían una especie de adhesión obligada y celebraban una
cosa en nombre de otra para no ser castigados. No hay que olvidarse que la
Iglesia fue coercitiva y poco contemplativa a la hora de aplicar penas a
quienes no acordaban con ellos.
Lo hicieron con la Navidad, las Pascuas, la Cuaresma… todo
tipo de evento religioso que conozcamos, tiene un origen en algún culto politeísta
al que la Iglesia vistió de seda según su conveniencia.
Así es como pasó con Halloween, a la que se le cambió el día
y el motivo.
Precisamente, ¿qué festejaban? El inicio de otro año y el
final de una buena cosecha, de un año productivo. Con otro calendario, claro.
¿Y por qué disfrazarse? Para espantar a los malos espíritus ya que, por esa
fecha, los celtas asumían que había contacto con el mundo de los muertos.
Con detalles que se deben haber esfumado con el paso del
tiempo, el sentido de Halloween fue perdiéndose y cambiando. Aun en su arribo
al Nuevo Mundo, cuando los inmigrantes la festejaban, fueron dejando atrás la
tradición de la misma tierra que los expulsó. Años y años después, según vemos
en la tv o por las redes sociales, Halloween se volvió una fiesta simpática, en
la que grandes y niños se disfrazan –con trajes muy elaborados-, hacen
reuniones, salen a la calle a cambiar trucos o caramelos, compran materiales
alusivos, decoran sus casas, etc. Le pasó lo que le pasó a otras fiestas: el
mercado la convirtió en un juguete más. En un motivo más de consumo que otra
cosa.
Claramente, ya nadie festeja el año nuevo celta. Quizá, ya
ni lo sepan las cuartas o quintas generaciones de norteamericanos. El devenir
de la historia y la cultura llevaron la celebración a lo que conocemos ahora. Y
el mundo globalizado, oh demonio, la trajo a Argentina. Como trajo San
Patricio, los baby shower y el Oktoberfest. ¡Minuto! El Oktoberfest está bien
porque lo celebran en Villa General Belgrano los hijos o nietos de alemanes. Y
mucha gente viaja en charters solo a tomar cerveza. El Oktoberfest está bien y
San Patricio, patrono irlandés, está mal. Está bien ir a tomar cerveza a
Cordóba pero no al microcentro porteño.
Así es que, también, los españoles trajeron la religión
católica –oficial de nuestro país según la Constitución- y fue una imposición
cultural como otras imposiciones que se dieron a lo largo de la historia de la
humanidad. Y los festejos religiosos
también fueron alterándose al ritmo del mercado. Cualquier abuela podrá decirnos
que, en su niñez, no se regalaba nada en Navidad. Que se iba a Misa de Gallo,
que se cocinaba todo en las casas, casi días enteros; que no había árbol, sólo
pesebre. No se brindaba a las 12 ni se usaban los fuegos artificiales. Esas
costumbres se usaban en Año Nuevo, para celebrar el cambio de ciclo.
Pero claro, no cuestionamos la llegada de Papá Noel,
personaje nórdico que vestía como una especie de gnomo grande y andaba en
trineo. ¿Trineo en Argentina? A lo sumo, en el sur. ¿Renos?
Con los años, la empresa Coca-Cola, para una Navidad, vistió
a este abuelito mundialmente conocido de rojo y blanco, los colores de la
marca. Y fue algo que perduró y se extendió de tal forma, que no conocemos a
Papá Noel vestido de otra manera. Y le contamos a los niños que entra por una
chimenea y deja los regalos. ¡Momento! En alguna fiesta navideña se insertaron
los regalos que sólo se reservaban para el Día de Reyes. Y, también, el
arbolito nevado. Y la decoración y la fiebre por los regalos. Entonces,
llegamos a fin de noviembre y las avenidas y centros comerciales empiezan a
vestirse de rojo, verde y blanco, colores re veraniegos. Y vemos renos, noeles, guirnaldas, borlas,
arbolitos nevados de plástico, lucecitas, tarjetas con sonidos, tazas,
manteles, platos…todo inundado del espíritu navideño …del norte. Y compramos turrones, pan dulce y frutas secas: toda comida hiper calórica para
los más de 30°C que suele hacer el 24/12 a la noche. Y cuando llegan las 12,
corremos a repartirnos los paquetes de los regalos que compramos con los descuentos
de las tarjetas. Y así, todos los años, salvo que hayamos nacido en un hogar no
cristiano.
Por humilde que sea la casa, hay una reunión que evoca al
Dios Sol, mezcladito con Jesús.
Pero no lo cuestionamos. Nos detenemos a decir que Halloween
está mal. Molesta la más la calabaza con luz que el Papa Noel cocacolero.
Entonces, salen con el discurso de las fiestas originarias. Y eso es tan
relativo, en un país como el nuestro formado por inmigrantes de diversos países,
que carece de sentido la contraofensiva nuestroamericana. Es decir, sí, los
primeros pobladores de esta tierra fueron indígenas. Que también eran
politeístas y veneraban a la Pachamama, por sobre todas las cosas. Todo lindo
con ir al Carnaval en el Noroeste y adorar a la madre tierra si después venís
y tirás la basura en el piso. Si no cuidás el agua, la luz, el gas y el medio
ambiente que te rodea. Todo un esnobismo mezclado con nacionalismo berreta en
pos de rescatar las tradiciones, “lo nuestro”. El progresismo protector de
tradiciones, una contradicción arriba de la otra.
Estamos en un mundo globalizado y el acceso a la información
de lo que pasa en otras partes del planeta genera importación y exportación de
actividades culturales, festividades, modas, ropa, comidas, bebidas, modos de
trabajo…es difícil evitar que se difundan. Llegan cosas muy interesantes como
otras que no. Y de la misma forma, las exportamos, como al actual Papa, jefe de
Estado del Vaticano. ¿Acaso no llenó el de tradiciones impensadas a la Iglesia,
andando en un autito modesto y tomando mate?