A diario resurgen comentarios sobre el acoso callejero. Si
bien algunas posturas me resultan radicalizadas al respecto, realmente, no
puedo no estar de acuerdo con cada acción que se hace para hacer un llamado de
atención a nuestra sociedad.
El acoso callejero nos atañe a hombres y mujeres por igual y
no por una cuestión de género: no sólo somos mujeres víctimas sino, también,
somos mujeres formadoras de hombres a quienes debemos educar en el respeto. Lo
mismo, somos mujeres que debemos luchar para “corregir” el hábito de nuestros
pares y no reírnos de comentarios misóginos o denigrantes o ser partícipes de
ellos.
Plantear la situación del género femenino a nivel país es un
poco ridículo porque no es menos cierto que el AMBA tiene una dinámica muy
diferente a la del NOA, el NEA o la Patagonia. Las mujeres, en Argentina, no
somos todas iguales y depende del sitio del que provengamos, la situación
cambia.
Pero lo que no cambia es el desesperante asunto de recibir
improperios cuando caminamos por la calle.
Digo desesperante, porque desde que empezamos a tener más
marcados los caracteres propios del sexo antes, incluso, de la primera
menstruación, comenzamos a recibir comentarios que, en nuestra pequeña mente,
siquiera podemos dibujar o entender de qué se trata.
Más o menos, desde los 12 años que me dicen cosas por la
calle. Y siempre, siempre, me sentí incómoda. Por entonces, ya parecía que mi
busto iba a ser de mayor tamaño al de otras chicas, con lo cual, el comentario
pasaba por ahí. Pero, físicamente, era una niña. Física y mentalmente, claro.
12 años… ¿qué necesidad tiene un tipo que duplica o triplica tu edad de decirte
algo? Ninguna. Es, simplemente, hacerte sentir incómoda. Porque a esa edad, no
sabés qué es la cosificación, la violencia de género, el acoso. A menos que lo
hayas transitado, claro.
Cuando tendría unos 14 años, en la esquina de mi casa de Mar
de Ajó, comenzaron a construir unos dúplex. Pasaba por ahí todos los días
porque iba a la escuela, a visitar a una amiga, al centro…era la esquina de mi
casa, ¡bah!. Pasó que uno de los obreros tomó la costumbre de decirme cosas que
no me gustaban, ni me causaban gracia: me intimidaban. Pasaba en remera,
polera, burka de haber sido posible. Me enfermaba. A veces, cuando no tenía
ganas de escucharlo, alargaba el camino saliendo por la esquina contraria,
dando la vuelta manzana y caminaba por la paralela. Era insostenible la
situación y, un día, agobiada, le conté a mis padres. Enloquecieron, claro.
Sólo recuerdo un día en el centro en el que íbamos los 3 por la calle y ese
sujeto se paseaba con una mujer que llevaba un cochecito. Mi papá, que mide
1.87 y pesaría unos 100kg, se le abalanzó al tipo quien, lógicamente, me trató
de fabuladora y se excusó de todo. Mi papá no le tocó un pelo, aclaro, pero lo
increpó en pleno centro. Para quien vive en un pueblo, algo así es no menos vergonzoso.
No pareció serlo para ese cretino que se calmó por un tiempo. Después, me decía
que llamara a mi papá y cosas así. La obra quedó parada un tiempo y se “terminó”
el asunto.
Pero resulta que no. No se había terminado. Años más tarde
la empresa retomó la obra y la nueva víctima fue mi hermana 6 años menor. Otra
vez, comenzó el martirio. Para entonces, a mi mamá se le terminó la paciencia y
fue a decirle que ya basta de molestar a sus hijas. El hombre se burló de ella.
Más cansada, mi mamá habló con el dueño de la empresa que no sólo no le dio
cabida, sino que relativizó todo. Agotadas esas instancias, hizo la denuncia
policial. Qué podía ofrecer, entonces, la policía? Una exposición civil. Al no
existir un daño ni una amenaza específica, todo se volvió en vano, porque con
ese trámite no se hacía nada. Fue un poco más largo todo, sí. Pero No menos
molesto para las 3 mujeres de la familia. Cada tanto, cuando viajo, lo veo por
la calle y me dan ganas de denigrarlo de la misma forma que él lo hizo más de
15 años atrás conmigo. Pero ya está, no tiene sentido en este momento.
Actualmente, me la paso cruzando de calle cada vez que veo
una obra y eso no evita que me digan barbaridades. De cualquier índole. Con
cualquier ropa. Me causa “gracia” cuando alguien supone que, si te vestís más
llamativa, te exponés a una violación. Sinceramente…no sabe la gente que dice eso
que estás expuesta desde que nacés, por tener genitales femeninos, a que te
pase. De niña, cuando no hay forma
posible de insinuación, cuando sos adulta y no te “insinuás”, paseándote desnuda
o vestida hasta la coronilla, siempre te llevás un agravio. No me molesta que
me digan si estoy linda o que me digan algo “bonito”. Es el tono, la forma, el
lugar, la hora, la incomodidad de saber que siempre habrá uno que tenga algo
que decir. O mirar. Porque no sólo se trata del comentario sino de la mirada.
Hace una semana, ingresando a la oficina, una persona salía y me miró fijamente
el busto y murmuró algo. Ya no me callo y les digo que son asquerosos o
desubicados o insulto. Qué más da, si me siento insultada con esa actitud. Que
vengan y se quejen con mi jefe, si quieren, no me interesa.
No me siento abusada por ver una foto de Maradona agarrándole
fuerte las tetas a su novia. Es asunto de ellos y ellos deciden hacerlo
público. Me siento abusada cuando alguien me dice que me haría tal o cual cosa
o me “invita” a hacerle algo. Pero me siento, a su vez, en el deber de decirle
a hombres y mujeres que si nosotros no somos activos defensores del respeto
hacia el otro, hacia la mujer, en este caso, no es posible evitar que sigan
creciendo niños que crean que decirle a una persona un improperio los hará “más
machos”. Macho, dicen, es quien sabe cuidar y amar a los suyos.
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