Terminé de leer una nota que le hicieron a Ignacio Montoya
Carlotto y me llueve una serie de pensamientos que me acompañan hace un tiempo
al respecto del derecho a la identidad.
¿Por dónde empezar? Por debidas aclaraciones del caso:
-Que una adopción sin el debido proceso judicial es ilegal y
cualquiera que lo hiciere incurre en un delito, contemplado según nuestro
Código Penal y en eso estamos todos de acuerdo.
-Que dados los delitos de lesa humanidad, es menester que,
ante la presentación espontánea en la Asociación Abuelas de Plaza de Mayo y ante
el pedido de parte, se tome la muestra de ADN y se coteje con el Banco de Datos
Genéticos para encontrar coincidencia –o no- y que de ello se desprenda otro
proceso (el de reconocimiento de la familia) y con eso también estamos de
acuerdo
-Que el robo de bebés es censurable y no admite justificación
alguna.
Dichas estas formalidades, prosigo.
El reportaje deja a la vista la parte de la historia que
pocos quieren leer. O que pocos quieren mostrar: de un día para el otro, dejás
de ser la persona que eras y tu historia familiar es otra.
De los 130 nietos recuperados, hay 130 historias distintas.
Los une algo muy doloroso en común, pero la reacción de cada uno ha de ser
individual y ello es lo que parece incomodar: no todos tuvieron relaciones
traumáticas con sus apropiadores y, algunos, decidieron mantenerla igual, a
pesar de la historia que los precede. Otros, decidieron no cambiarse el nombre
por completo, otros sí y otros, como Ignacio, decidieron mantener su nombre de
pila.
Es entendible que su familia haya buscado a Guido. Pasaron casi
40 años buscando a Guido y se encontraron con Ignacio. Y que Ignacio quiere
seguir siendo Ignacio o Pacho.
Llevás una vida, la que sea que lleves, con un nombre, un
apellido, una historia, una crianza…¿Por qué habrías de romper todo eso en un
santiamén?
Lo que le pasó a Ignacio, un hombre criado muy lejos de la
vorágine de Buenos Aires fue lo opuesto a lo que había vivido hasta entonces:
una catarata de llamados, tapas de diarios, revistas, entrevistas, exposición…¿alguien
reparó en cómo eso le iba a afectar? En la nota describe un montón de
somatizaciones que padece. El cuerpo habla. El cuerpo dice “basta”.
Cuenta, con amor, cómo es la comida de Juana, su madre de
crianza. Cuánto lo apoyaron con Clemente en sus proyectos. Ellos, dos personas
de campo y, por lo que describe, sumisos, aceptaron adoptar ilegalmente a un
bebé que les “consiguió” su patrón. Vaya uno a saber si ellos, en algún
momento, se preguntaron si el chico al que estaban criando, era hijo de
desaparecidos. Quizá sí y callaron. Quizá no. Imposible saberlo. Pero Ignacio
habla de Juana y Clemente como sus padres y teme que vayan presos, como fueron
otros apropiadores. Porque la ley es una, pero el sentimiento, otro.
Lo que me trajo hasta acá fueron algunos puntos de la nota
que me llamaron poderosamente la atención. El primero, es que fue su novia
quién lo puso en autos sobre su condición de adoptado, nada más ni nada menos,
que el día de su cumpleaños. Me pregunto: ¿le correspondía actuar así, sin
conversar previamente con sus suegros? Pienso en el derecho de uno a conocer su
identidad y en el derecho a no querer saber. ¿Quería Ignacio que le arrojaran
la verdad en la cara? ¿Cuántas veces avasallamos el derecho del otro de no
saber echándole un fardo de verdades que nadie pidió?
Seguido de ello, pienso en sus padres, aclarándole que lo
amaban y que tenían miedo a contarle la verdad. ¿A cuántos padres de chicos
adoptados les pasará eso?
Luego del shock, a Ignacio lo empiezan a llamar Guido por
todos lados, hasta en un libro que cuenta su historia, pero sin que él autorizara
que lo llamaran así.
Ignacio dejó de ser el ignoto habitante de Olavarría para
ser el “nieto 130” o “Guido Montoya Carlotto”. Su nombre, su vida, comenzó a
desvanecerse, como si hubiera nacido ese día en el que le dijeron quiénes eran
sus padres biológicos. A diferencia de otros, el no tenía necesidad de
vincularse afectivamente con la historia, porque, según cuenta, su vida estaba
bien.
Ignacio comenzó a ser el nieto de todos, porque su abuela
Estela es la abuela más famosa de Argentina. Cual trofeo, lo expusieron por
todos lados. No en vano, el distingue que se sintió más cómodo con la familia
Montoya y no así con los Carlotto, quiénes hicieron de la causa de DDHH un
negocio y se valieron de ello para obtener cargos políticos y otros etcéteras.
No en vano, recalca que fue su abuela paterna la que llamó a sus padres
adoptivos para agradecerles el cuidado que le brindaron a su nieto.
Sobre llovido, mojado, lo llama Maradona diciéndole que era
un premio para él, IMC, conocerlo. Aun estoy anonadada con esa autoestima,
querido 10.
¿Y su derecho de seguir llamándose Ignacio? Bueno…eso quizá
no es tan así. Hace unos años, otro nieto recuperado, cuyo nombre no recuerdo y
me disculpo, no quiso aceptar el cambio de nombre. Él no se sentía con esa
identidad. Los organismos de DDHH, ofuscados. En uno de los pocos países con
Ley de Identidad de Género, no te dejan mantener el nombre y apellido que
tenías hasta el día en el que se descubrió que tus padres están desaparecidos.
La libertad individual nos manda un abrazo y pienso en la desubjetivización de
los individuos. La suerte de ellos, parece, es dicotómica: mientras bregan por
conocer sus orígenes e identidad, les dicen cómo deben llamarse, negándoles la
carga que implica ser alguien y llamarse de tal forma. Pasaron a ser un
colectivo, “nietos recuperados”, y deben dejar su individualidad de lado o el
juicio por ello es muy severo, casi acusándolos de no querer ser lo que
deberían ser. ¿Acaso ahora no son? Es una suerte de intentar reescribirles la
vida, llenársela de recuerdos que no tuvieron, que quizá sí debieron haber
tenido pero que, tristemente no existen.
Es muy movilizante la entrevista a Ignacio. Es una
invitación a reflexionar sobre el derecho a la identidad, a la autonomía sobre
ella. Ignacio ahora sabe que es fruto de la relación de Puño y Laura, que lo
adoptaron, irregularmente, Juana y Clemente, que el amor de ellos 4 por él
nadie más lo va a conocer ni sentir, pero también sabe quién es y quién quiere
ser: el mismo de siempre, pero con otro apellido.
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