Presenciar una audiencia judicial
pareciera ser algo solo para entendidos en el tema: seguramente, los estudiantes
de carreras de Derecho tengan un interés mayor que la media de la población de
estar en una sala para aprender parte del oficio de ejercer la profesión
elegida.
Probablemente, mucho más de la
mitad de la población no asiste a ver los juicios orales y públicos, aun de los
casos policiales más truculentos o misteriosos, por cuestiones de tiempo y por
la televisación de algunas jornadas, que nos hacen dar cuenta que los juicios
no son como los muestran en las películas de Hollywood: en Argentina, nuestro
sistema legal es diferente y no hay un jurado de civiles, de “comunes”, a los
que hay que apelar por piedad o castigo, según el caso.
Hablando de discrepancias, los
juicios por el Plan Sistemático de Robo de Bebés han de marcar una diferencia
histórica en nuestra vida de país. Estamos frente a hechos que, además de ser
justos y necesarios, son únicos, dan un poco de aire de credibilidad al sistema
judicial que tenemos y demuestran que la memoria no es una mera palabra en un
cartel, sino que, a través de los diversos testimonios, está ahí latente,
ansiosa de verdad y de justicia. No va a descansar en paz la memoria, no
mientras haya quien intente encontrar a un nieto más y condenar a sus
apropiadores. Así es que la sala AMIA se encontraba llena de espectadores
ansiosos y aún había lista de espera para ingresar.
Y ahí hay otra diferencia porque
las audiencias de casos de apropiación de bebés son duras: además del martirio
de la familia que, incesantemente, buscó años y años a un pariente que sabía
que vivía, pero no sabían ni con quién ni dónde, está la angustia que vivieron
los que se sintieron sapos de otro pozo y fueron a buscar el suyo, acercándose
a Abuelas de Plaza de Mayo en busca de algún tipo de respuesta.
Nadie les aseguró nada, pero
algunos fueron con la certeza en el corazón de que dejarían de ser extraños y
entenderían de dónde vendrían esos ojos y esas ganas de luchar, que no se
condicen con la vida familiar.
Abel y Francisco son padre e hijo.
Lo dice su ADN, su mirada, su manera de hablar. Aunque habla pausado por la
edad, se escucha en Abel una voz que no
descansó hasta encontrar a Francisco. Se ven unos brazos llenos de abrazos
contenidos a lo largo del exilio.
Un poco más excitado, Francisco
cuenta su exilio dentro de su país. No tiene miedo. No parece haberlo tenido a
pesar de las golpizas y maltratos varios. Francisco era la pieza de otro
rompecabezas, esas que te dan de niño para que termines el que empezaste, a ver
si coincide con las demás y final del juego. Las manos de Francisco no coincidían
con las de Gallo. Nunca encajaban. Es por ello que salió a buscar al resto de
las piezas.
Abel dormía la siesta en la
tranquila localidad de Chascomús. Hay veces en las que, al levantarse de la
siesta, una persona pierde el sentido del tiempo y no sabe si se levantó al día
siguiente. Y a Abel le debe haber pasado eso, después de que Estela le dijera
que encontraron a su hijo, algo así como vivir dos días en uno.
Ambos vivieron incompletos,
caminando la misma ciudad, uno buscando un hijo, otro, un poco de afecto.
Por algo acudieron a su encuentro,
aun sin tener idea de como eran, sabían que no necesitaban presentarse al
estilo novela mejicana. Sabían que uno era “papá” y el otro, hijo. Hijo que no
fue abandonado siquiera en el pensamiento.
Por eso el abrazo que se dieron
sanó el alma de Abel: porque tuvo 32 años y medio para conocer a Francisco,
heredero de una tradición familiar de nombres que se había cortado por causas
que los excedieron. Porque el agujero que tenía en el alma Abel, era el mismo
hueco del rompecabezas de Francisco, que había encontrado lugar en el puzzle
correspondiente.
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