5 de julio de 2012

Audiencia 21/06/11- Caso Madariaga Quintela- Trabajo Práctico "Nota de opinión"


Presenciar una audiencia judicial pareciera ser algo solo para entendidos en el tema: seguramente, los estudiantes de carreras de Derecho tengan un interés mayor que la media de la población de estar en una sala para aprender parte del oficio de ejercer la profesión elegida.
Probablemente, mucho más de la mitad de la población no asiste a ver los juicios orales y públicos, aun de los casos policiales más truculentos o misteriosos, por cuestiones de tiempo y por la televisación de algunas jornadas, que nos hacen dar cuenta que los juicios no son como los muestran en las películas de Hollywood: en Argentina, nuestro sistema legal es diferente y no hay un jurado de civiles, de “comunes”, a los que hay que apelar por piedad o castigo, según el caso.
Hablando de discrepancias, los juicios por el Plan Sistemático de Robo de Bebés han de marcar una diferencia histórica en nuestra vida de país. Estamos frente a hechos que, además de ser justos y necesarios, son únicos, dan un poco de aire de credibilidad al sistema judicial que tenemos y demuestran que la memoria no es una mera palabra en un cartel, sino que, a través de los diversos testimonios, está ahí latente, ansiosa de verdad y de justicia. No va a descansar en paz la memoria, no mientras haya quien intente encontrar a un nieto más y condenar a sus apropiadores. Así es que la sala AMIA se encontraba llena de espectadores ansiosos y aún había lista de espera para ingresar.
Y ahí hay otra diferencia porque las audiencias de casos de apropiación de bebés son duras: además del martirio de la familia que, incesantemente, buscó años y años a un pariente que sabía que vivía, pero no sabían ni con quién ni dónde, está la angustia que vivieron los que se sintieron sapos de otro pozo y fueron a buscar el suyo, acercándose a Abuelas de Plaza de Mayo en busca de algún tipo de respuesta.
Nadie les aseguró nada, pero algunos fueron con la certeza en el corazón de que dejarían de ser extraños y entenderían de dónde vendrían esos ojos y esas ganas de luchar, que no se condicen con la vida familiar.
Abel y Francisco son padre e hijo. Lo dice su ADN, su mirada, su manera de hablar. Aunque habla pausado por la edad,  se escucha en Abel una voz que no descansó hasta encontrar a Francisco. Se ven unos brazos llenos de abrazos contenidos a lo largo del exilio.
Un poco más excitado, Francisco cuenta su exilio dentro de su país. No tiene miedo. No parece haberlo tenido a pesar de las golpizas y maltratos varios. Francisco era la pieza de otro rompecabezas, esas que te dan de niño para que termines el que empezaste, a ver si coincide con las demás y final del juego. Las manos de Francisco no coincidían con las de Gallo. Nunca encajaban. Es por ello que salió a buscar al resto de las piezas.
Abel dormía la siesta en la tranquila localidad de Chascomús. Hay veces en las que, al levantarse de la siesta, una persona pierde el sentido del tiempo y no sabe si se levantó al día siguiente. Y a Abel le debe haber pasado eso, después de que Estela le dijera que encontraron a su hijo, algo así como vivir dos días en uno.
Ambos vivieron incompletos, caminando la misma ciudad, uno buscando un hijo, otro, un poco de afecto.
Por algo acudieron a su encuentro, aun sin tener idea de como eran, sabían que no necesitaban presentarse al estilo novela mejicana. Sabían que uno era “papá” y el otro, hijo. Hijo que no fue abandonado siquiera en el pensamiento.
Por eso el abrazo que se dieron sanó el alma de Abel: porque tuvo 32 años y medio para conocer a Francisco, heredero de una tradición familiar de nombres que se había cortado por causas que los excedieron. Porque el agujero que tenía en el alma Abel, era el mismo hueco del rompecabezas de Francisco, que había encontrado lugar en el puzzle correspondiente.

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